Me hierve la sangre de indignación y de rabia mientras leo los informes de “No es hora de callar” sobre los abusos de toda índole a los que son sometidas las mujeres indígenas en nuestro territorio. Claro está que yo —como seguramente usted, querido lector— ya había oído hablar de maltratos y explotación en estas comunidades, y hasta alguna vez me hice eco, en esta columna, de lo que se supo durante la toma indígena del Parque Nacional: que muchos líderes se emborrachaban mientras las mujeres cocinaban para ellos y cuidaban los niños en medio de la precariedad más absoluta, y también que jamás se ha visto a uno de ellos mendigando sentado en una acera ni bailando con su prole a cambio de unas monedas compasivas. Lo indigno de la mendicidad se los dejan a ellas y a sus niños. También se oyeron rumores sobre las exigencias económicas desmesuradas e intransigentes de aquellos líderes, mientras sus hijos terminaban en los hospitales con neumonía. Pero lo que podemos leer ahora, en la investigación a fondo de esta organización feminista, nos avergüenza como país.
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Violencias silenciadas
13 de noviembre de 2022 - 05:30 a. m.
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