Una república joven, como Colombia, requiere apropiarse de su patrimonio cultural, so pena de insertarse, sin identidad, en el implacable mundo del consumo globalizado. Sea el patrimonio material o el intangible, es imposible construir presente y futuro sin el reconocimiento y el respeto por el legado de generaciones.
Una república joven, como Colombia, requiere apropiarse de su patrimonio cultural, so pena de insertarse, sin identidad, en el implacable mundo del consumo globalizado. Sea el patrimonio material o el intangible, es imposible construir presente y futuro sin el reconocimiento y el respeto por el legado de generaciones.
Las guerras, en todo el mundo, han sido devastadoras para el patrimonio cultural. Sin embargo, la negligencia y la ausencia de sentido de pertenencia pueden resultar más destructivas.
Los bárbaros del Estado Islámico de Siria e Irak destruyeron la semana pasada, a pico y bulldózer, lo que quedaba de las ruinas de Nimrud, ciudad asiria, que data de unos mil años antes de las conquistas de Alejandro Magno y 800 antes del esplendor de Atenas. La razón: su lectura del Corán les convoca a destruir signos de idolatría. Desde 2003, bombardeos y saqueos en las ciudades iraquíes han destruido piezas que se habían conservado por tres milenios.
Dentro de las atrocidades de las guerras mundiales del siglo XX hay una que llena de vergüenza al mundo supuestamente civilizado de Occidente. En agosto de 1914 las tropas alemanas entraron a la ciudad belga de Lovaina. Además del asesinato de centenares de civiles y del incendio de miles de viviendas, arrasaron, sin necesidad militar (Bélgica era neutral), con la biblioteca de la ciudad (300 mil volúmenes, incluyendo incunables).
Stalin demolió en segundos el templo de Cristo Salvador, cuya construcción en el siglo XIX tomó 45 años, filmando la atrocidad. Igual que los talibán con los megalitos de Buda y el ISIS en Nimrud.
Más destructiva que las guerras, sin embargo, resulta la falta de identidad y de pertenencia. Se cree que el patrimonio cultural es asunto de arquitectos, antropólogos, musicólogos, de la burocracia de Unesco. Que se requiere una bendición oficial que declare que algo es patrimonio. Sin duda, el conocimiento de los Nukak-Makú, el Carnaval de Blancos y Negros, el concurso de bandas de Paipa, declarados “oficialmente” patrimonio, son de inmenso valor.
No obstante, además de lo poco que queda de patrimonio material y que debemos preservar, están la gastronomía, la riquísima música popular colombiana, las lenguas indígenas, la medicina ancestral y muchas formas de patrimonio intangible que se desvanecen, día a día, sin que nos demos cuenta. El nuevo riquismo criollo que imita lo que considera “moderno” y elegante, destruye patrimonio.
Me agradó escuchar el sábado pasado, en el programa de Mi banda sonora, a la periodista Lucía Esparza, de origen nariñense. Como parte de su vida, compartió una pieza emblemática de la balada francesa (había vivido, de niña, en Francia, Bélgica y Haití). Luego, con orgullo, presentó el bellísimo bambuco El Chambú, como parte de su vida. Por ahí es…
“Crecer quiere decir: abrirse a la inmensidad del cielo y a la vez arraigar en la oscuridad de la tierra” (Heidegger, Camino de campo).