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Sombrero de mago

Gatopardismo y otros cambios

Reinaldo Spitaletta
29 de noviembre de 2022 - 05:00 a. m.

Terminando la primaria o a inicios del bachillerato algún profesor, agudo y provocador, nos dijo que “nada se crea, nada se destruye, todo se transforma”, la célebre cita del químico Antoine-Laurent de Lavoisier. Y nos conmovió. Nos puso a pensar un rato, antes de la salida a recreo, cuando las revelaciones del aula se alejan y más bien se pone cuidado a las piernas de las muchachas o a la fila ansiosa en un quiosco de colegio. Después, los preámbulos de la adolescencia trajeron conmociones, vellos púbicos, alteraciones en la respiración y otras bonituras como las que se pueden leer, por ejemplo, en una vieja novela de Philip Roth.

Tal vez un profesor de filosofía deslumbró a la muchachada con las categorías de cambio. “Todo cambia”, se dijo, “nada permanece inmutable”. Y otro, quizá de ciencias naturales, advirtió, citando a un clásico, que “todo lo que nace es digno de perecer”. Eran días de masturbaciones mentales y físicas. Celebraciones de los cambios corporales, junto con momentos en que, por estos mapas de violencias y desmadres, abundaban los nuevos discursos sobre la necesidad de cambiar la sociedad, cuando los barbudos cubanos trascendieron la Sierra Maestra y “desde la historia” dispararon. Y se dieron los concilios de renovaciones litúrgicas y las teologías liberadoras, la opción por los pobres, los cambios en la sexualidad. El cuerpo se destapó. La revolución sexual advino, con píldoras anticonceptivas, con guitarras, con discursos sobre los derechos de los negros, las voces del rock, los protagonismos juveniles. Todo dentro de aquella categoría sincrética del cambio. “¡Todo cambia!”, se gritaba.

En estas cartografías desgarradas por bandoleros y presidentes en alternancia, por el Frente Nacional y la emergencia de fusiles (“el poder nace del fusil”, se ventilaba por aquí y por allá), con laureanistas macheteros, con cabezas rodantes, con celadas y emboscadas, con las teorías de la “aldea global”, el cambio se nos dejó venir, sin que, en esencia, nada cambiara. O sí, se afinaron las formas de cortar lenguas, encerrar poetas en caballerizas, desplegar operaciones de allanamiento, de quema de libros, de persecuciones a quienes se atrevían a disentir.

Nunca se ha dejado de hablar de cambio... o eso parece. Además, hubo días en que promover el cambio, cualquier cosa que esto signifique, daba caché. Era, asimismo, elemento clave de la “socialbacanería”. Y mientras más se hablaba de “cambio” en selvas, montañas y valles de Colombia, con ciudades incluidas, las cosas (“¿cómo te van las cosas?”, preguntaba una canción), en particular para trabajadores, campechanos, estudiantes y, mejor dicho, para esa capa inmensa que poco ha cambiado en el mundo, la de los pobres, era la misma vaina. Qué digo. Es la que más cambia, pauperizados hasta los tuétanos por neoliberales y otros verdugos de aquí y allá.

“Cambio mi vida por lámparas viejas / o por los dados con los que se jugó la túnica inconsútil”, declaraba el poeta de la barba roja y la alta pipa. “Todo cambia”, promulgaba uno de los fundadores del grupo musical Quilapayún. Y se llegó a pronunciar que el cambio podría venir en pastillas, en goma de mascar, en píldoras para la eterna juventud, en algún promocionado purgante. “Cambio mi vida por la cándida aureola del idiota o del santo”, insistía el poeta “de ése, que si amor no fue, ningún otro amor sería”.

El cambio lo han vendido gurús, profetas de desastres, anticristos y predicadores selváticos. Y de sus presuntas bondades y promesas de cumbiambera se han servido aristócratas, terratenientes, transnacionales y comunistoides. El capitalismo se ha vendido como un sistema promotor de cambios. Pues sí, la bolsa de los acaudalados aumenta, mientras la de los proletarios disminuye.

“Cambia el clima con los años / Cambia el pastor su rebaño / Y así como todo cambia / Que yo cambie no es extraño”, y la canción se ha esparcido, como abono para las transformaciones, porque, como se ha dicho, que las hay, las hay, como las sabias brujas. Claro, el cambio también es una categoría filosófica que se usa para el disfraz, no solo en Halloween o en carnaval. El imperialismo, como es fama, se hace pasar, en ocasiones, por “ayuda humanitaria”, o por expansión de la “libertad y la democracia”. Lo sabe América Latina. Lo han padecido, por ejemplo, Irak y Afganistán, por no decir Granada, Vietnam, Haití, Panamá y otros suelos horadados por marines y bombarderos.

Ha habido casos que ejemplifican cómo los discursos del cambio ocultan lo contrario: que todo sea apariencia de transformación en las estructuras. También ha habido cambios radicales, ¡claro!, como los sufridos por Gregorio Samsa. No todo se queda en lo aparente y superficial. De cualquier modo, no deja de ser inquietante la transacción descomunal de cambiar la vida (al fiado) “por una fábrica de crepúsculos (con arrebol)”. O, vea usted, “por un gorila de Borneo”. Y el gran cambio del gatopardismo: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”.

 

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