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Sombrero de mago

Los patrimoniales bustos de ciertas madamas

Reinaldo Spitaletta
26 de junio de 2024 - 05:05 a. m.
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Por la avenida La Playa, la más bonita del centro de Medellín (otros dirán, la menos fea, por la decadencia en que anda), que está sobre la simbólica, histórica y oculta quebrada Santa Elena, antes riachuelo de Aná, hay bustos de preclaros hombres y mujeres, de bandidescos “conquistadores” españoles, de cacicas legendarias, también de damas irreverentes, geniales y tremendas como Débora Arango, de periodistas de postín como Fidel Cano, y de algún godo de avanzada, que parecía liberal, como Carlos E. Restrepo.

No están, por ejemplo, los bustos de León De Greiff, ni el del “perdido marihuano”, enorme poeta, Porfirio Barba Jacob, y, claro, Botero no requiere, porque, más abajo, hay una plaza completa con veintitrés de sus exuberantes esculturas. Además, debían erigirse, digamos, los bustos de los Trece Panidas, y, por qué no, el de Cochise Rodríguez.

El catálogo puede crecer, y no hay avenida pa’ tanta gente, que bien merecería homenajes de bronce y cemento por sus aportes a hacer que en general no se sienta vergüenza por el “género humano”, sino admiración y ganas de saber más sobre poetas, escritores, científicos, humanistas… Pero, y no pueden faltar los “peros”, allí, por algún ladito, debían erigirse, por ejemplo, varios bustos, entiéndase casi de modo literal, de algunas damas de cartel (no mafiosas, aclaro), que hicieron de Medellín —ciudad sacrosanta, de doble faz, rezandera y de otras hipocresías— una especie de jardín de las delicias, en las lejanas décadas de los cuarenta y cincuenta, del siglo pasado.

En estos tiempos de dificultades, de oscuridad y confusión, en la que hay gentes que adoran a bandidos de toda laya, de los cuales hasta se pintan sus efigies en camisetas, o se tatúan sus caras demoníacas, creo que deberían moldearse los bustos de “ciertas damas”, mejor dicho, de madamas de gran talante. Apenas voy a mencionar unas cuantas, de varias que enriquecieron con sus artes y ejercicios del “buen amor” una ciudad, como dije, que entonces era, según editorialistas, la sucursal (qué maravilla) de Sodoma y Gomorra.

Un busto indispensable sería el de doña Marta Pintuco, menos conocida como Marta Pineda, una yarumaleña que sabía de exquisiteces y preparaba “manjares” para la muy puritana burguesía medellinense, entre los que estaban industriales, dueños de bancos, comerciantes y junto a ellos, políticos de la aldea que entonces era conocida como la “ciudad industrial de Colombia”, y en la que, según nada exageradas estadísticas, llegó a haber por esos calendarios más putas que obreros, lo que era bastante decir.

En vida, doña Marta era ya una leyenda. Y la leyenda creció tanto, que hubo gentes de cierta sapiencia y graduación que negaron su existencia de matrona con oficio. La dama de Lovaina, que se “revocaba” con excesos de maquillaje (de ahí el apelativo de Pintuco, referido a la fábrica de pinturas fundada en Medellín en 1945), alcanzó títulos de hetaira, y bien merecería lucir su busto en la mencionada avenida.

De aquellas encantadoras “cortesanas” paisas, debían homenajearse (o, por qué no, declararse bienes de interés patrimonial) a María Duque (Botero la inmortalizó en pintura y el cronista Jorge Franco Vélez la bautizó como el “Alma Meter”) y a Ligia Sierra. Sobre esta última podemos hacer una brevísima semblanza, a ver si sí o no está acreditada para hacer de ella un busto perturbador.

Sierra era mujer bonita, una vedette según la nombran algunas voces de entonces, y, para parecerse a las hetairas griegas, declamaba a poetas de otros días y a otros que estaban más cerca de su tiempo. En francés, Ligia recitaba a la selecta concurrencia a los poetas malditos como Rimbaud y Mallarmé, así como al mismo Paul Verlaine. De los nuestros, se sabía poemas de Barba Jacob, aunque su atrevimiento y sapiencia hacían más apetitosas algunas baladas ebrias de León de Greiff, como la Balada trivial de los trece panidas.

A su burdel acudían diversas personalidades de la política, la cultura, el periodismo (cuentan que Calibán, de El Tiempo, quedó prendado de esta dama) como de la radio y las industrias. Su casa, limpia y con muchachas de “buena presencia”, estaba en la calle Lovaina en las proximidades con Bolívar, cerca de la Prendería El Llano, por si acaso alguna emergencia. En aquel ambiente festivo de entonces Ligia Sierra brilló por su exquisita manera de declamar versos en francés y hacer pensar, en medio de libaciones y deseos carnales, que la vida es una “leve brizna al viento y al azar”.

Cuando ya han barrido de la memoria referentes de ciudad (no solo en Medellín), habría que recuperar a estas “damiselas” encantadoras. Cuando aquí no importan los bienes culturales, ni hay huellas de lugares, como, decir, la casa de Tomás Carrasquilla, en la calle Bolivia, convertida en motel (lo cual no es del todo negativo), sería estupendo —y nada que ver con la salacidad— (“ah bueno más vicios”, decía un periodista de la vieja guardia) ver pronto en la calle los broncíneos bustos de estas reputadas señoras, que son parte de la historia.

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Pablo(88449)27 de junio de 2024 - 11:44 p. m.
Qué buena.
Juan(82042)27 de junio de 2024 - 11:33 p. m.
Así es, y no dijiste nada de carolo; q aunque no era damisela, quería serlo y creo q Pastrana lo visitó. Jajajaj
Magdalena(45338)27 de junio de 2024 - 11:03 p. m.
Muy emotiva semblanza de la Medellín tradicional.
Ramiro(66082)27 de junio de 2024 - 04:58 p. m.
Excelente.
Edgar(32214)27 de junio de 2024 - 04:54 p. m.
excelente y graciosa historia me alegro el dia.
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