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Historias de un bar romano

Santiago Gamboa
31 de mayo de 2013 - 11:00 p. m.

Me gustan los bares que han sido frecuentados por escritores, pues por lo general son personas de buen gusto, moral amplia y espíritu flexible, y se da el caso de que muchos de esos bares están en hoteles.

Hay una extraña relación entre la escritura, los hoteles y sus bares que nos lleva a evocar a Hemingway en el Ambos Mundos de La Habana, escribiendo Tener o no tener; a Agatha Christie perdida en el Pera Palas de Estambul, en una habitación que aún hoy lleva su nombre, o a la gran Dorothy Parker en The Algonquin, en Nueva York, donde vivió y bebió de lo lindo.

En Roma está el Hotel Locarno, cerca de la Piazza del Popolo, y desde que vivo acá no pasa un mes sin que vaya ahí a tomar un coctel, ya que los bares de hotel son los mejores lugares para estar solo. Y esto tiene su lógica, pues los frecuenta gente que está de paso. Por eso están hechos para pensar o recordar, llegar a sombrías conclusiones o simplemente echar globos. O para imaginar cosas que aún no existen y que pueden surgir en verso o en prosa. Los bares de los hoteles son los templos del pensamiento literario. Puede incluso que del pensamiento a secas.

Fellini venía todos los días al Locarno a tomar el aperitivo con su esposa, Giuletta Masina, y dibujaba escenas o escribía diálogos en sus servilletas. También Marcel Proust, Cesare Pavese o Umberto Eco. La especialidad es el Negroni, pero hacen un excelente dry Martini. Agostino, el bartender, es famoso, y dicen que su Negroni es el mejor de Roma: un tercio de Campari, un tercio de Martini Rosso y un tercio de ginebra. Vaso grande y dos cubos de hielo. Hay incluso una película de Bernard Weber, Hotel Locarno, pero la verdad es que pasó sin pena ni gloria.

Intentaré, al mejor estilo de Perec, “agotar” el interior del bar, sobre la Via della Penna, al que se entra desde el vestíbulo del hotel. Las mesas son en madera, de superficie redonda y base de vidrio. Hay varios tipos de sillones y poltronas, todos de anticuario, y sus mesas se alinean contra la pared con un sistema de nichos y sofás empotrados. La cojinería está algo desfondada y la tapicería de los sofás, un estampado floral sobre rojo, ya brilla un poco. La luz proviene de un extraño sistema lateral, desde el doble muro, que, como en los cuadros de Caravaggio, da una agradable luz de caverna. Hay aparadores de madera lacada y vidrio en las esquinas con antigüedades y objetos de colección: máscaras de carnaval en porcelana, botellas de vidrio decoradas, pequeños bronces, candelabros, objetos de plata. Las dos alfombras persas deben llevar ahí más de medio siglo. Una chimenea llamea en la pared del fondo y en el rincón, a la derecha, hay un piano con un candelabro de cinco velas. Sobre la chimenea, un reloj de mesa rococó está detenido en unas misteriosas doce y veinte. El mostrador del bar, propiamente dicho, cumple con todos los cánones. Es en madera y tiene una losa de mármol. Al centro un enorme vaso de plata repleto de hielo enfría las botellas de champagne y vino blanco. Como es tradición en los bares, hay viejos espejos de pared que reproducen la sala de un modo eléctrico, pero menos vivo. Al fondo del reflejo se ve un tipo solitario, sentado en una mesa, tomando estas notas.

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