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Bolívar enamorado

Santiago Montenegro
07 de septiembre de 2008 - 11:38 p. m.

EN UNA SEGUNDA LECTURA DE LA Biografía de Bolívar, de John Lynch (Simón Bolívar, a life; Yale University: 2006), me percaté de la relativa importancia que este historiador británico le da a varias relaciones amorosas del Libertador. Lynch no las incluye por frivolidad.

Como académico de primer nivel, las menciona porque, de manera inequívoca, estos comportamientos del Libertador tuvieron consecuencias políticas o militares y porque, algunas de ellas, pusieron en riesgo su vida. Por ejemplo, poco después de publicar su célebre Manifiesto de Cartagena, en 1812, durante su campaña del río Magdalena, Bolívar demoró el asalto a Tenerife para tener una relación con la joven francesa Anita Lenoit. Después de reconquistar Caracas, en agosto de 1813, Bolívar comenzó una relación que duraría cinco años con Josefina Machado, Pepita, quien se convirtió en una puerta de acceso al Libertador para obtener puestos o promociones.

Según Lynch, esta misma Pepita fue responsable de la demora y, según algunos, del fracaso de la expedición que en 1816, desde Haití, Bolívar lanzó sobre Venezuela. Su affaire, meses antes, en Puerto Príncipe, con la hermosa Isabel Soublette, parece haber sido importante para promocionar a su hermano Carlos en una carrera militar y política que lo convertiría en héroe de la independencia y, muchos años después, lo llevaría a la Presidencia de Venezuela. Conocedores de sus debilidades, los españoles casi capturan al Libertador en los Llanos de Arauca, en 1919, cuando, a manera de carnada, hicieron que una jovencita le ofreciera sus favores sexuales. Bolívar se salvó porque, en una corazonada, cambió abruptamente de planes. Y todo esto antes de la entrada en escena de Manuelita, en Quito, o de las hermanitas Garaycoa en Guayaquil.

Lynch se limita a mencionar estos hechos para que los lectores saquemos nuestras propias conclusiones. Ni discute la sicología del Libertador ni acude a marcos conceptuales o teóricos para explicar estos hechos. En realidad, no son muchos los filósofos políticos o sociólogos que hayan planteado marcos conceptuales o teóricos para interpretar las complejas relaciones entre la vida pública y la vida íntima de los genios políticos o militares. Ortega es uno de los pocos que han tenido ese arrojo. El filósofo español define, en primer lugar, al “grande político” como uno de esos poquísimos genios que logran combinar las características de los hombres de acción y también las de los intelectuales.

De la lectura de ésta y de otras biografías, se concluye que Bolívar cumple con estos estrictos requisitos. Pero Ortega es despiadadamente franco. Dice que los grandes políticos, en cuanto hombres de acción, tienen cimientos subterráneos y oscuras raíces. Argumenta que se caracterizan por la impulsividad, la turbulencia, el histrionismo, la imprecisión, la pobreza de intimidad, la dureza de piel. Nos convence de que sus virtudes son diferentes a las de la gente corriente. Anota que son personas sin escrúpulos y que de ellos no hay que esperar la honradez, la veracidad o la templanza sexual. Enfatiza que son cazadores de mujeres, como Mirabeau, de quien dice que no conoció más que faldas, muchas faldas. Ortega retrata a los grandes políticos como los ‘Titanes’, de Miguel Ángel, los cuales son, a la vez, “más que hombres y menos que hombres”. Son seres que son ya “un poco dioses y todavía un poco chivos”.

Ortega no incluye a Bolívar en su lista de grandes políticos. Estoy seguro de que, si lo hubiese estudiado, lo pondría allí, al lado de César, de Napoleón o de Mirabeau. Como ellos, Bolívar también fue un poco chivo.

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