Naturaleza muerta

Tatiana Acevedo Guerrero
23 de junio de 2019 - 05:30 a. m.

Hace algunas semanas la Jurisdicción Especial para la Paz se refirió a los legados de la violencia en la naturaleza y reconoció “las alteraciones que sufrieron los ciclos naturales de los ecosistemas en medio del conflicto”. Días después la Unidad de Investigación y Acusación de la Jurisdicción inició reuniones con instituciones estatales con el fin de “recaudar información que dé cuenta sobre las diferentes afectaciones sobre el medioambiente en medio del conflicto armado, para iniciar un proceso de reparación”. A través del trabajo con el Ideam, la dirección de Parques Nacionales, el ANLA y Ecopetrol, la Unidad comenzará por hacer un balance de la “total de pérdida de bosques y la dinámica de cultivos ilícitos con prioridad en los municipios de Tumaco, Barbacoas y Ricaurte, Nariño, con base en análisis de deforestación entre los años 1990 y 2017”. Distintos medios resumieron los eventos afirmando que “la JEP reconoció al medioambiente como víctima del conflicto”.

Con un lenguaje similar, la Sentencia T-622 de 2016, emitida por la Corte Constitucional, reconoció las alteraciones que sufrió el río Atrato a través de la guerra como “una crisis sin precedentes, originada en la contaminación de las aguas por sustancias tóxicas, erosión, empalizadas que restringen la movilidad, acumulación de basuras, sedimentación intensiva, vertimiento de residuos sólidos y líquidos al río, deforestación, taponamiento de subcuencas y brazos de navegación, y pérdida de especies; todo esto, en medio de un escenario histórico de conflicto armado”.

Además de celebrar la inclusión (cada vez más frecuente) de la naturaleza en debates estatales alrededor de la paz, el pasado y las reparaciones, es pertinente abrir una discusión acerca de las formas específicas en que se da la discusión. En discursos sobre deforestación y contaminación del río Atrato, por ejemplo, se hace énfasis en el papel del medioambiente como receptor de acciones humanas dañinas. Es decir, sobre los males que se hacen (y se hicieron) contra bosques, aguas y animales en el trascurso del conflicto armado. En este contexto vale recordar que más que un ecosistema externo (escenario de la confrontación), lo que encontramos son diferentes relaciones entre poblaciones y naturalezas. Relaciones basadas en la pesca, el lavado de la ropa y el goce se tejen entre comunidades atrateñas y su río. Estas coexisten con relaciones extractivas entre cuadrillas con retroexcavadoras que se dedican a la explotación del oro que sacan del mismo río y gozan de la protección de grupos armados.

De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, hoy en día se llevan a cabo actividades de minería en el 76 % de los municipios de Chocó, pese a que el Estado ha otorgado menos de cinco licencias. En las últimas décadas, el oro y el platino han financiado los ejércitos y sirven para lavar los pesos del negocio del narcotráfico. Este último también es resultado de una relación entre humanos, cultivos de hoja de coca y procesos para transformarla y comercializarla.

El petróleo, el carbón, el banano, la palma africana, la caña de azúcar y las esmeraldas son otras naturalezas sobre las que se trenzan relaciones contenciosas: basta mirar la historia del puerto petrolero que es Barrancabermeja o la mina esmeraldera que es Muzo, volcar la mirada hacia el día a día del Cerrejón, explorar lo ocurrido con los sindicatos del banano en Urabá y Magdalena, sacudir los títulos de la tierra en que se sembraron la palma y la caña. Esto para no hablar de la tradición nacional de mandar a poblaciones sin tierra a “colonizar” selva para nunca tener que distribuir la tierra de manera más equitativa. Estas selvas, minas y ríos no solo reciben ataques, sino que también dejan su huella en los planes y los cuerpos de hombres y mujeres. Más que un substrato material pasivo que distintos ejércitos perjudicaron, la naturaleza ha cumplido un papel activo en los caminos de la historia y presente nacionales.

 

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