Tras la confrontación armada de la década de 1950, el proyecto de alternación partidista del Frente Nacional y sus acuerdos hicieron las veces de proceso de paz. Como parte de este proceso, la Ley 135 de 1961 introdujo una reforma que proponía la dotación de tierras a campesinos, la adecuación de tierras para incorporarlas a la producción y la dotación de “servicios sociales básicos”. La ley, como se recuerda, creó el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora). El presidente de entonces era Lleras Camargo.
En los archivos del Gobierno de 1961 se encuentran los “Informes agropecuarios”, que describían la situación de orden público en el campo, tres años después de iniciado el Frente Nacional. En Antioquia, los informes alertaban sobre la situación de Caucasia, donde se oían “rumores que intranquilizan a los campesinos, especialmente por cuanto en esta época se prepara la recolección de las cosechas”. En Boyacá preocupaba la situación de violencia en Saboyá. En Anserma (Caldas) se describían “muchas fincas desocupadas, porque sus propietarios no pueden vivir en ellas debido a la amenaza de ser asesinados”.
La cotidianidad en Cauca no era mejor. “En las regiones montañosas de Caloto y Toribío”, dicen los folios del informe, “sigue la situación delicada y los campesinos pobres continúan abandonando sus fincas, pues no parece que haya solución a corto plazo”. En las veredas de Garzón (Huila) y Anzoátegui (Tolima) se reportaba una situación similar. Y el día a día del Valle era quizá el más difícil. En Alcalá, afirmaban los inspectores, “son los campesinos quienes más sufren y viven siempre bajo la amenaza de muerte”. En varias veredas de Caicedonia y Versalles “se presentaron numerosos casos de sangre, siendo siempre las víctimas campesinos humildes”.
Otra de las cartas del mismo archivo es la que el embajador de la República Federal de Alemania le envió al ministro de Gobierno intercediendo por el ciudadano alemán H. J. von Mellenthin, víctima de una “invasión a su hacienda San Silvestre en Tolú (Bolívar)”. “Una parte de sus tierras fue invadida ilegalmente por 80 individuos, para fines de cultivo”, escribió el embajador. Insistía en la necesidad de una intervención urgente pues los campesinos ya estaban preparando las tierras de la hacienda (para entonces improductivas) para empezar a sembrar. En cuestión de pocos días, otra carta dirigida al ministro por el gobernador de Bolívar nos cuenta que el problema fue solucionado tras el desalojo de los campesinos por cuenta de las autoridades departamentales. Algunos de estos campesinos, desesperados por la necesidad de tierras cultivables, fueron instados a firmar en cambio “contratos de aparcerías” con el mentado propietario. Los “nuevos aparceros”, concluía la carta, “reconocerán al propietario 10 latas de arroz por cada hectárea de tierra cultivada”.
Sigue a El Espectador en WhatsAppTanto los reportes de violencia contra campesinos como la anécdota de San Silvestre en pleno año de implementación de la reforma agraria son de cierta manera una ventana a lo que sucedió después. La reforma del 61 fracasó debido a una tenaz oposición entre propietarios hacendados, y la del 68 despertó una oposición todavía más férrea. Hoy, cinco años después de la firma del Acuerdo de Paz, distintos analistas alertan sobre los pocos avances de la reforma rural. Esto, debido en parte a la falta de inversión en los programas que la componen. Esta vez no vemos, como en el pasado, una reacción histérica de grandes hacendados. No hay necesidad porque los obstáculos a la reforma provienen del propio Gobierno.
Como concluye la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), “contrario a lo que dijo el presidente Duque en la ONU, sabemos que el Acuerdo de Paz firmado por Colombia no es un acuerdo débil; lo que creemos es que él ha insistido en debilitarlo, y esas son dos cosas muy distintas”.