El viernes amaneció entre angustias radiales. El presidente Petro desde Twitter anunció que, de acuerdo con el artículo 370 de la Constitución y el 68 de la Ley 142 de 1994, retomaría las funciones de control y políticas generales de administración de servicios públicos que la Presidencia había delegado en las comisiones reguladoras. Esto, en un contexto del altas tarifas en el sector de energía y gas que afectan al país, pero sobre todo al norte Caribe.
Aunque todos pasaríamos mejor sin la exhibición diaria de personalismo presidencial (“yo, yo, yo”), el anuncio despertó un sinnúmero de reacciones desproporcionadas y, sobre todo, imprecisas.
Se alertaron adalides del debate, desde Alberto Casas hasta las nuevas generaciones del periodismo bogotano. Y un exaltado Camilo Sánchez, presidente de la Asociación Nacional de Empresas de Servicios Públicos y Comunicaciones (Andesco), afirmó que la medida es “un error histórico”. “Retrocedemos”, lamentó y confirmó que las decisiones “técnicas normalmente han funcionado”. Argumentó, como otros que pegaron un grito en el cielo, que tras la Ley 142 que en 1994 reguló los servicios públicos, estos han mejorado sustancialmente. Usó, como otros, la comparación con países vecinos que politizaron la electricidad y anochecen a oscuras. Habló de la seguridad del empresariado y vaticinó que, ante la presión, las compañías que prestan hoy el servicio en el Caribe podrán retirarse, con lo que nos devolveríamos “a los tiempos de Electricaribe”.
Tanta indignación está, sin embargo, construida encima de arenas movedizas. Los mentados “tiempos de Electricaribe”, para decir lo menos, se inauguraron con la propia Ley 142 de 1994, y aunque el servicio de las estatales que le precedieron era peor, el resultado de la privatización de los servicios no fue la panacea anunciada. La pésima era de Electricaribe estuvo apalancada por todo tipo de coqueteos estatales para atraer a los empresarios españoles (dueños de la mayoría de acciones): desde leyes que les permitieron cobrar por conexiones inseguras hasta grandes inversiones públicas en infraestructura. Así, se invirtieron millones y el legado fue, al final, uno de corrupción.
Otra falsedad de la narrativa del camino acelerado al progreso es la que celebra el año 94 como un parte aguas. Lo cierto es que la cobertura aumentó en la medida en que se multiplicaron los préstamos internacionales y fondos disponibles (se construyeron represas y otras grandes infraestructuras). Pero quizá fue antes (no después) de la Ley 142, que limitó el porcentaje de subsidios a los que podía acceder la población de menores recursos, que se lograron verdaderos saltos redistributivos. De hecho, hubo cientos de familias urbanas que se encontraron desconectadas por esta (entonces nueva) regulación y tuvieron que recurrir a la tutela (otra “nueva” regulación) para seguir rebuscando en la ciudad. Muchas empresas eran desde los cincuenta corporaciones municipales, que se manejaban con transparencia y reinvertían cualquier ganancia en el mismo municipio. Así, avances o retrocesos son un terreno pantanoso y dependen de la pregunta: ¿avances para quién?
Otra de las imprecisiones de la indignación tarifaria tiene que ver con el modelo comercial bajo el que se han regido las empresas (públicas y privadas) de energía y agua desde los 90. La comunidad internacional impuso un modelo “comercial” para el suministro de servicios públicos basado en la recuperación total de los costos (medidores precisos y fórmulas tarifarias nuevas ayudarían a que mejoraran cobertura y calidad de los servicios). Para ese momento tal vez todas las empresas y municipios prestadores estaban endeudados. Estas deudas eran en dólares, hubo devaluaciones del peso y se hicieron impagables. La financiación de la deuda está en la raíz de tarifas inasequibles y deudas más pequeñas de agua o luz que se acumulan en los barrios de nuestras ciudades. Las tarifas impagables se cobran para pagar lo que se debe a prestamistas internacionales. Quienes agrandan las filas de usuarios en oficinas locales de la Superintendencia en Barranquilla, Santa Marta o Montería pueden dar testimonio de los recibos sin pagar.
El viernes amaneció entre angustias radiales. El presidente Petro desde Twitter anunció que, de acuerdo con el artículo 370 de la Constitución y el 68 de la Ley 142 de 1994, retomaría las funciones de control y políticas generales de administración de servicios públicos que la Presidencia había delegado en las comisiones reguladoras. Esto, en un contexto del altas tarifas en el sector de energía y gas que afectan al país, pero sobre todo al norte Caribe.
Aunque todos pasaríamos mejor sin la exhibición diaria de personalismo presidencial (“yo, yo, yo”), el anuncio despertó un sinnúmero de reacciones desproporcionadas y, sobre todo, imprecisas.
Se alertaron adalides del debate, desde Alberto Casas hasta las nuevas generaciones del periodismo bogotano. Y un exaltado Camilo Sánchez, presidente de la Asociación Nacional de Empresas de Servicios Públicos y Comunicaciones (Andesco), afirmó que la medida es “un error histórico”. “Retrocedemos”, lamentó y confirmó que las decisiones “técnicas normalmente han funcionado”. Argumentó, como otros que pegaron un grito en el cielo, que tras la Ley 142 que en 1994 reguló los servicios públicos, estos han mejorado sustancialmente. Usó, como otros, la comparación con países vecinos que politizaron la electricidad y anochecen a oscuras. Habló de la seguridad del empresariado y vaticinó que, ante la presión, las compañías que prestan hoy el servicio en el Caribe podrán retirarse, con lo que nos devolveríamos “a los tiempos de Electricaribe”.
Tanta indignación está, sin embargo, construida encima de arenas movedizas. Los mentados “tiempos de Electricaribe”, para decir lo menos, se inauguraron con la propia Ley 142 de 1994, y aunque el servicio de las estatales que le precedieron era peor, el resultado de la privatización de los servicios no fue la panacea anunciada. La pésima era de Electricaribe estuvo apalancada por todo tipo de coqueteos estatales para atraer a los empresarios españoles (dueños de la mayoría de acciones): desde leyes que les permitieron cobrar por conexiones inseguras hasta grandes inversiones públicas en infraestructura. Así, se invirtieron millones y el legado fue, al final, uno de corrupción.
Otra falsedad de la narrativa del camino acelerado al progreso es la que celebra el año 94 como un parte aguas. Lo cierto es que la cobertura aumentó en la medida en que se multiplicaron los préstamos internacionales y fondos disponibles (se construyeron represas y otras grandes infraestructuras). Pero quizá fue antes (no después) de la Ley 142, que limitó el porcentaje de subsidios a los que podía acceder la población de menores recursos, que se lograron verdaderos saltos redistributivos. De hecho, hubo cientos de familias urbanas que se encontraron desconectadas por esta (entonces nueva) regulación y tuvieron que recurrir a la tutela (otra “nueva” regulación) para seguir rebuscando en la ciudad. Muchas empresas eran desde los cincuenta corporaciones municipales, que se manejaban con transparencia y reinvertían cualquier ganancia en el mismo municipio. Así, avances o retrocesos son un terreno pantanoso y dependen de la pregunta: ¿avances para quién?
Otra de las imprecisiones de la indignación tarifaria tiene que ver con el modelo comercial bajo el que se han regido las empresas (públicas y privadas) de energía y agua desde los 90. La comunidad internacional impuso un modelo “comercial” para el suministro de servicios públicos basado en la recuperación total de los costos (medidores precisos y fórmulas tarifarias nuevas ayudarían a que mejoraran cobertura y calidad de los servicios). Para ese momento tal vez todas las empresas y municipios prestadores estaban endeudados. Estas deudas eran en dólares, hubo devaluaciones del peso y se hicieron impagables. La financiación de la deuda está en la raíz de tarifas inasequibles y deudas más pequeñas de agua o luz que se acumulan en los barrios de nuestras ciudades. Las tarifas impagables se cobran para pagar lo que se debe a prestamistas internacionales. Quienes agrandan las filas de usuarios en oficinas locales de la Superintendencia en Barranquilla, Santa Marta o Montería pueden dar testimonio de los recibos sin pagar.