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Anomia

Tulio Elí Chinchilla
09 de septiembre de 2008 - 02:41 a. m.

SUENA PARADÓJICO, PERO CUANDO se dice que en Colombia reina un estado de anomia, lo que esta aseveración registra no es la ausencia de normas legales —como podría sugerirlo la etimología griega del término—, sino todo lo contrario: un exceso de normas jurídicas. Un exceso que se traduce en vacío.

Desde 1992 y hasta agosto de este año se han promulgado 1.243 leyes. Lo cual quiere decir que bajo la Carta del 91 se está expidiendo un promedio de 103,5 leyes al año. Sólo en lo corrido de 2008 han entrado en vigencia 62 nuevas leyes y el Gobierno ha dictado unos 3.290 decretos. ¿De qué ha servido tanta exuberancia normativa? ¿Habrá contribuido a construir una sociedad más amable, ordenada y justa?

Alguien ha calificado tal inclinación como optimismo normativo. Fetichismo legalista la llaman algunos. “Santanderismo” la bautizan otros, con cierta injusticia con el Hombre de las Leyes, quien, al parecer, sólo abogaba por el apego del gobierno al imperio del derecho (cuya única fuente, para la época, era el legislador soberano). Mauricio García Villegas ha señalado que buena parte de esta cascada normativa sólo persigue una “eficacia simbólica” (falsa eficacia). Otra parte produce efectos sociales contrarios a los buscados (caso de las varias leyes “anticorrupción”).

Casi como una especie de reflejo condicionado de los colombianos, cada vez que arrostramos un problema social, económico o ético, pensamos de inmediato en crear una nueva ley, un decreto y, ¡ojalá!, una reforma constitucional, como la solución perfecta. Sin embargo, un inventario detenido permite afirmar, sin exageración, que hoy tenemos leyes para todo. Y si, eventualmente, no las hubiere, la profusión de decretos y resoluciones provee en abundancia.

Una buena hipótesis explicativa de esta anomia por exceso de normas apunta a un fenómeno más profundo y de raíz sociocultural, a una distorsión ética de nuestra sociedad: la problemática relación entre el sujeto y la norma legal. Tal vez lo que falla, o es muy débil, es aquel vínculo que Rousseau describía como el lazo que une al corazón del hombre con la ley, y que constituye el soporte psicosocial de cualquier orden jurídico, especialmente el de las comunidades democráticas. Lo que está ausente o escasea es el valor ético de la ley en la conciencia ciudadana y de los gobernantes. De la norma legal sólo se aprecia su utilidad instrumental, cuando no su valor como arma arrojadiza. Ello se evidencia en la manía de cambiar leyes todos los días, como si una sociedad pudiera cambiar a diario sus reglas de juego.

Racionalizar nuestro sistema normativo pide actitudes más serias y responsables, pocas leyes nuevas pero con arraigo en la conciencia colectiva. La sabiduría de Atenas castigaba al autor de leyes insulsas o nocivas con cinco años de inhabilidad para proponer nuevas iniciativas. El derecho comparado muestra que la eficacia real de una Constitución es inversamente proporcional a la cantidad de preceptos que la integran. La de Estados Unidos con treinta y cuatro artículos, en contraste con la hindú con más de quinientos y la nuestra con trescientos ochenta y uno. La Constitución Española ha sido reformada una sola vez —insertándole un adjetivo— en treinta años (a fin de hacerla compatible con el Tratado de Maastrich). La nuestra, en cambio, exhibe veintisiete profusas e inútiles enmiendas en diecisiete años.

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