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No a una política de la cruz

Vanessa Rosales A.
13 de noviembre de 2020 - 03:00 a. m.

Quiero hablar sobre cómo el pensamiento católico ha sido enemigo histórico de la libertad humana. Sobre las estampas que ha dejado, en muchas fabricaciones sociales, la visión que se proclama cristiana. Sus patrones. Los lemas sistémicos, enquistados. Lo que implica habitar el mundo desde las premisas y prismas que su doctrina impulsa a interiorizar. Y señalar cómo esa estela debe ser extirpada de lo que determina una democracia.

Las efervescencias momentáneas jalan nuestras percepciones en direcciones que con frecuencia se desvían y que se sustituyen por más torbellinos fugaces. Habría que vigilar que no se escurran asuntos que nos sostienen de manera estructural. Por ejemplo: hace unas semanas, cuando salió al aire el documental Franceso en el Festival de cine de Roma, el papa Francisco apareció en pantalla enunciando una serie de afirmaciones sobre los derechos que deben tener parejas del mismo sexo, sus uniones matrimoniales, su “derecho a estar en una familia”. Aunque no era la primera vez que el pontífice le hacía guiño a unas nociones aparentemente más libertarias, la nitidez de sus proclamaciones eran inéditas y trajeron consigo reacciones amplias.

Se celebró la narrativa incluyente. Se percibió una leve luminosidad. Se creyó que aquella noción, que tomaba distancia del extenso ninguneo de personas con identidades sexuales diversas, podía incluso llevarse a la doctrina católica oficial. Al fin, tal vez, cuajaría la aplicación consecuente con los pregones más notorios de una filosofía que exhortó ante el prójimo aceptación radical. Pocos días después, voces de autoridad del Vaticano salieron prestas a esclarecer que dichas afirmaciones, enunciadas por el papa, habían sido descontextualizadas, y que nada en la doctrina católica movería un ápice de su rigidez. Ah, porque a los acólitos del catolicismo les apasiona la literalidad, es decir, la lectura sin margen interpretativo, la repetición de un dogma que no se adapta, que no varía. Ante todo, el esquema católico persiste en afianzar su naturaleza inamovible.

Osaré hacer algo que el pensamiento católico me enseñó precisamente a no hacer: interpretar. La escena, una lección fulminante. Juan 8:3. Hambrientos de un ánimo castigador, fariseos y escribas traen ante Jesús Cristo a una mujer que ha cometido lo que entonces, en ese distante contexto temporal, suponía una falla tan tremenda que ameritaba ser apedreada en público. Insistentes e incisivos, al interpelarlo, reciben por respuesta: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. En esta interpretación, dicha premisa opera como un demoledor reconocimiento: estamos inhabilitados para emitir juicios altivos. Somos falaces, somos humanos, somos mortales, estamos hechos de la misma sustancia. Lo verdaderamente cristiano, lo que realmente correspondería a la filosofía revolucionaria de Jesús Cristo sería la aceptación, sin reservas, de la otredad. De lo que nos es ajeno, incomprensible o distinto. Esa amorosa radicalidad, que prefiere asumir distancia por encima de la soberbia del juicio, no ha sido exactamente lo que ha calado como ideología por los siglos de los siglos.

En cambio, desde su temprana instauración, en los momentos más distintos, el pensamiento devenido del cristianismo suele concretarse en la política del temor. De represión. De pánico, de persecución. De violencia camuflada de proclama moralista. Ahora, en la socialización católica no hay margen para la argumentación. Las preguntas no son bienvenidas. ¿Recuerda alguno de ustedes, esculpido en esta ideología, haber sido exhortado a ser osado en el cuestionamiento o la interrogación? Para ejercer temor y para condenar no es necesaria la argumentación. Es preciso, en cambio, memorizar posturas y consignas, mantenerlas intactas, tomarlas como verdades incontestables. Como código para habitar el mundo, eso también enseña el catolicismo.

Históricamente, ha sido, entre tantas otras cosas, el comportamiento de las masas. La aceptación sin más de una doctrina literal, nunca renovada, nunca reformada, nunca reconsiderada. Entrábamos a las iglesias siendo pequeños, y nos recibía aquella visión, ese hombre flaco, blanco, sangrante, clavado en una cruz. Clavado. Veíamos la sangre y los clavos en las manos y en la frente. Esa imagen horripilante hacía parte de lo que nos adoctrinaron a repetir, “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Yo tenía unos escasos siete años cuando fui enseñada a repetir ese mantra frente a aquel varón que sangraba y cuyo cuerpo, figurativo, debía consumir, en esa pequeña cosa insípida y blanca, siempre y cuando hubiese atravesado el cubículo de la confesión. En la temprana infancia, una confesión es, a lo sumo, un esfuerzo de ficción significativo. Cuánta violencia animar a una niña a repetir un mantra que la ancla en la culpabilidad y su estela sombría.

Como un acervo de símbolos y códigos para experimentar el mundo, el pensamiento católico y cristiano se cimentan entre otras cosas sobre la intolerancia. No soportan nada que rebase la línea de unos esquemas antiguos, dominados por el binario, por el mandato del patriarca. La intolerancia cobra forma en otros, que fluctúan según momentos distintos. Cada episodio histórico ha traído nuevos demonios, nuevas huestes por contener y suprimir. Lo que persiste es una lógica ansiosa que no soporta lo distinto. Los amores diversos, las identidades sexuales distintas, pero también indios americanos, africanos esclavizados, judíos, mujeres. ¿Quién es el único que está excluido de ese compendio?

Ese pensamiento estructural católico ha alcanzado nuevos dogmas. Una serie de vertientes “reformadas” que suelen transfigurar en cristianismos histéricos y febriles fanatismos. Pastores que disuaden toda credibilidad en la ciencia pero que persuaden a sus feligreses de que el capital monetario es una forma de atender a sus oraciones. Líderes que se proclaman orgullosamente anti-intelectuales pero que promueven conceptos falaces como la “ideología de género” – un código que distorsiona y difama para infundir el arma más efectiva de su doctrina: el temor. Como muestra, por ejemplo, la mórbida noción de la iglesia católica cuando afirma – como está sucediendo en estos momentos, alarmantemente, con el gobierno de Hungría – que a los niños se les “convierte” en homosexuales, exhibiendo así una cínica disposición que evade la voluminosa pederastia, predominantemente homosexual, de sus curas, sus líderes, sus patrones, sus patriarcas. Volcar el mal a lo otro ha sido un recurso siempre aplicado. Endosar, nunca asumir.

En los últimos años, se ha intensificado lo que puede llamarse un “músculo reaccionario”. Está en los liderazgos políticos de algunos países. Es esa fórmula de autoritarismo y conservatismo que vemos agrandada en nuestros días. No son pro vida. No creen en la libertad. La ansiedad que les generan las opciones por fuera de sus binarios rígidos, les impulsa a responder demonizando, elevando juicios altivos. Ni el odio, ni la exclusión, ni el juicio reaccionario son compatibles con los códigos democráticos. Tampoco son cristianos. Tampoco honran la radicalidad filosófica de Cristo. Le distorsionan, le contradicen.

“La tolerancia a la intolerancia es cobardía”, dijo la activista política Ayaan Hirsi Ali. La intolerancia es el sello primordial de una ideología que, ansiosa, condena lo diverso y lo distinto. ¿Cómo entonces permitir que sea una premisa para nuestras políticas? Lo que condena, lo que niega, lo que daña, lo que violenta, no coincide con los principios democráticos que buscan, en teoría, forjar un mundo que defiende derechos y libertades, de manera humana, equitativa. La cruz, que incentiva una visión del mundo que no permite y teme la variedad humana, no puede ser vector en nuestras políticas. Históricamente, la libertad humana siempre es crucificada allí.

Vanessarosales.a@gmail.com

@vanessarosales_

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Periscopio(2346)13 de noviembre de 2020 - 08:47 p. m.
La godarria retrógrada y la cavernaria iglesia cacórrica, están tan atrasadas en materia de derechos humanos que cuando por fin acepten el matrimonio homosexual ya éstos se habrán divorciado.
humberto jaramillo(12832)13 de noviembre de 2020 - 02:28 p. m.
Dicen que la verdad es la conformidad de la mente con la realidad. Uno no logra captar la realidad en su totalidad, solo una parte y hay otra parte que se nos escapa, por esa razón sobre un mismo hecho, la realidad, se pueden emitir muchos juicios diferentes de acuerdo con lo que nuestra mente ha logrado captar de esa realidad.
  • Berta(2263)13 de noviembre de 2020 - 10:54 p. m.
    ¿Humana, hermanos? Vea pues... ¿en qué país vive? Al menos yo vivo en la Colombia donde la guerra dura desde hace más de 60 años, donde la guerrilla de un lado y los paras y su patrón de la otra la alimentan. Ese "dios" que usted invoca debería irse a 5 universos de este donde está el planeta Tierra.
  • Francisco(30227)13 de noviembre de 2020 - 05:53 p. m.
    Por lo humana es que es perversa atroz , hasta más no poder.
  • Francisco(30227)13 de noviembre de 2020 - 05:51 p. m.
    Bueno: Soñar no cuesta nada y a veces relaja. Ja.
  • Francisco(30227)13 de noviembre de 2020 - 05:50 p. m.
    Si, claro: Y las vacas vuelan.
  • humberto jaramillo(12832)13 de noviembre de 2020 - 02:34 p. m.
    el credo católico no es la cruz, es la redención.
  • humberto jaramillo(12832)13 de noviembre de 2020 - 02:32 p. m.
    Soy católico creyente, no muy practicante que digamos. Agradezco a la vida que me permitió nacer en una sociedad en la que se nos dice que todos somos hijos de Dios, para que nos respetemos por la dignidad que tenemos y se nos dice que todos somos hermanos. La institución Iglesia es una creación humana de tiempos de Constantino el grande, muy humana.
Periscopio(2346)13 de noviembre de 2020 - 08:50 p. m.
¿Cuál es la diferencia entre un casino y una iglesia? Que en el casino se reza sinceramente.
  • Manuel(75613)13 de noviembre de 2020 - 09:25 p. m.
    Genial, es cierto, me consta
Adrianus(87145)13 de noviembre de 2020 - 08:23 p. m.
La iglesia católica con su cruz llegó en las carabelas de Colón y desde entonces han hecho su gran trabajo esclavizador. Junto al centro democrático, son las instituciones más retrógradas y cavernícolas que habitan este país.
Manuel(75613)13 de noviembre de 2020 - 07:03 p. m.
!! Felicitaciones !! y esté contenta por tener la edad que tiene, unos años atrás sumercé tendría un alias de bruja y la habrían pasado al papayo AL SUTIL ESTILO hoguera; " porque dios quiere " frase que impide que un adolescente tenga conocimientos, siempre todo es porque dios quiere, pues se introyecta y se procesa en el cerebro este mensaje abominable que esclaviza, reitero: FELICITACIONES
  • Manuel(75613)13 de noviembre de 2020 - 07:14 p. m.
    !! Y se ven unas cosas !!, por ejemplo colas de gente pobre, para comprar chance, loterías y baloto......pese a que: " es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, a que entre un rico al reino de los cielos ".
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