Colombia milenaria

William Ospina
26 de enero de 2020 - 05:00 a. m.

A propósito del libro “Chiribiquete, la maloka cósmica de los hombres jaguar”, de Carlos Castaño-Uribe.

Muchas de las violencias que hemos padecido se deben a la creencia de que este mundo nuestro tiene 500 años, a la incapacidad de entender que somos un país milenario.

Tres heridas profundas acompañaron nuestros procesos históricos: la Conquista, que tantas cosas importantes nos trajo, procuró con hierro y fuego que fuéramos España; la Independencia, que de tantas cosas nos liberó, quería convertirnos en Francia o Inglaterra; los cambios del siglo XX, que vertieron tanta sangre, pretendían llevarnos por el camino de los Estados Unidos. Lo único que no podía hacerse era tratar de parecernos a nosotros mismos.

También a la India intentaron someterla a los lechos de Procusto de Europa, pero la conciencia de su cultura de milenios impidió ese arrasamiento. Y hay que ver de qué modo en la China, sin despreciar el aporte liberador y modernizador del marxismo europeo, vuelve a salir a flote esa cultura milenaria que salvaron los libros de Kung Fu Tse, la memoria filosófica, estética, histórica, la filigrana de las costumbres, los oficios y las artes adivinatorias de una tradición de milenios.

No hay nada más urgente para nosotros, americanos, que recuperar plenamente la conciencia de que somos un continente milenario. El más grave de nuestros errores fue la creencia de que el continente había surgido con la llegada de las carabelas de Cristóbal Colón, borrar la presencia de seres humanos durante miles de años en este suelo, su diálogo con la naturaleza, con el clima, sus lenguas, sus rituales, sus saberes, en suma, sus civilizaciones.

Esa leyenda no solo niega la tradición histórica y la importancia cultural de esos pueblos que fueron invadidos, profanados, masacrados y explotados, cuya humanidad ha sido negada y ultrajada por siglos, sino que niega la enormidad del mestizaje, el rostro indiscutible del continente. Lo niega, creyéndolo un defecto, cuando es nuestra mayor riqueza y el secreto de nuestra originalidad.

No habrían sido posibles ni la magia musical de Rubén Darío, ni el descenso al Hades indígena de Juan Preciado, ni el salmo cósmico de Pablo Neruda, ni el conjuro ineluctable de García Márquez, ni el Aleph planetario de Jorge Luis Borges, ni el actual influjo sobre el mundo de nuestras artes y de nuestras músicas, sin el crisol de razas, la galería de sueños y la saga de historias que hemos entretejido a lo largo del tiempo.

Todavía falta mucho, pero ante el gran desafío de este planeta amenazado que debemos salvar y que es hoy la primera prioridad humana, es imperioso que tomemos posesión de ese legado inmenso. Un desarrollo diseñado por otros nos prohibió buscar un camino de progreso parecido a nosotros, y que consultara lo que somos. Nos impuso un modelo subordinado y dependiente que acabó por arruinar nuestro destino y que amenaza seriamente nuestra naturaleza. Nos obligaron a imitarlos, pero pusieron en nuestros labios el nombre ofensivo de tercer mundo, para que entendiéramos que esos paradigmas que nos imponían teníamos que recibirlos en condición de subalternos, viviendo en una suerte de inframundo.

Ahora sabemos que el desarrollo, tal como fue formulado en 1948 tras los acuerdos de Bretton Woods, como fue rediseñado en 1970 con el añadido de la nefasta prohibición de las drogas, y como fue reforzado a partir de los años 90, con el mandato neoliberal: ese modelo depredador de la naturaleza, saqueador de recursos, que nos encadena a una deuda eterna, es el mismo que está devorando al mundo entero.

No podremos escapar a los tentáculos de esta economía que nos anula como productores, nos encadena como consumidores, nos impone la marginalidad, nos impide toda legalidad y a la vez nos sataniza como transgresores, si no recuperamos la conciencia del territorio y de nuestra originalidad.

Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido, dijo Leopoldo Lugones. Pero también podemos decir que somos americanos desde siempre, herederos de hondas tradiciones respetuosas con el mundo, capaces de reconocerse en él. Borrar nuestra memoria milenaria equivale a borrar nuestros lazos profundos con la tierra.

Y justo ahora, casi como un mensaje y sin duda como un símbolo, se abre ante nosotros la evidencia de que en esta tierra nuestra, a lo largo de casi 20.000 años, surgió el libro de piedra más extraordinario que conozca la humanidad: los 70.000 dibujos de las paredes de Chiribiquete, en lo que sin duda habría que llamar, fieles a todas nuestras sangres, la Capilla Sixtina del arte americano.

Esos relatos de la vida, de los cultivos, de los rituales, entre manadas de venados y dantas y chiguiros, entre muchedumbres de peces y serpientes y pájaros, y bajo un cielo tachonado de jaguares, nutrirá en las nuevas generaciones la conciencia de que nuestra cultura no se agota en el admirable mosaico europeo, de que divinidades más antiguas y más arraigadas en la tierra pueden todavía enseñarnos una manera digna y original de habitar el mundo.

Y sobre todo ayudarán a derrumbar la leyenda nefasta de que el costado americano de nuestro ser estaba hecho de ignorancia y barbarie. Qué extraño que nos hayan educado en la idea de que los bárbaros son los que fueron exterminados y sometidos, y no los que exterminaron y sometieron.

Modificar un poco la leyenda de los paladines y de los salvajes puede ser útil, advertir un poco más las virtudes de nuestros abuelos indios y un poco más los defectos de nuestros abuelos blancos, puede ayudarnos a construir una manera de vivir que responda mejor a nuestros méritos.

 

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