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A dedo

Armando Montenegro
22 de febrero de 2008 - 11:11 p. m.

La iniciativa de subir los aranceles de un puñado de empresas selectas es altamente inconveniente. Riñe con la justicia, la equidad, el manejo macroeconómico, la eficiencia y la competitividad de la economía.

El anunciado aumento de los aranceles es un nuevo tributo sobre los consumidores que se recauda a través de los mayores precios de los bienes de consumo y se traslada inmediatamente a las empresas beneficiarias. Es una transferencia regresiva: de toda la sociedad a un grupo de privilegiados (contradice, abiertamente, las normas constitucionales sobre tributación que ordenan la equidad, la eficiencia y la progresividad).

Ya que la medida beneficiará a un pequeño grupo de empresas, inmediatamente surgirán otras, que pedirán un privilegio semejante. Aducirán las mismas necesidades y exigirán un idéntico regalo (“yo también quiero”). Como seguramente, por las mismas razones, el favor será concedido, se intensificará, poco a poco, la transferencia de ingreso de los consumidores a los escogidos (y se cerrará, de paso, la economía).

La medida atizará la inflación, el impuesto a los pobres por excelencia. Los mayores precios de la ropa y el calzado disminuirán el poder de compra de los salarios (fijos hasta el próximo diciembre y ya mermados por los precios agrícolas encarecidos por sus altos aranceles). La disminución del ingreso de los empleados y obreros se trasladará, peso por peso, a las utilidades de los beneficiarios de la canonjía. Y el Banco de la República agonizará con su dilema faustiano de mantener o subir la tasa de interés.

Y como los mayores aranceles impulsarán el contrabando (no fue una coincidencia que los políticos financiados por los San Andresitos hubieran sido, uno por uno, los mismos que se opusieron a la apertura de los noventa), esta medida será celebrada “con voladores” en la zona libre de Colón, en el Hueco de Medellín y los San Andresitos de todo el país.

Los mayores aranceles acentuarán la revaluación. Ésta es la consecuencia de la reducción de la demanda de divisas inducida por las menores importaciones. Si, en realidad, existiera una preocupación seria por la revaluación, debería hacerse todo lo contrario: reducir los aranceles. Se podría estimular la modernización de la economía eliminando las tarifas de insumos y de equipos estratégicos (como los computadores y equipos de informática, necesarios para elevar la competitividad).

La decisión de cerrar la economía no sólo iría en contra de la modernización del aparato productivo (se opone a lo que están haciendo países líderes de todo el mundo). Alteraría drásticamente las reglas de juego: contradice lo que el Gobierno ha proclamado dentro y fuera de las fronteras. Es un golpe a los inversionistas nacionales y extranjeros.

Al elevar los costos de las materias primas de un sinnúmero de empresas, la medida también les pega a las exportaciones (la alta protección del algodón, por ejemplo, disminuye la competitividad de las telas; y ésta, deteriorada por los nuevos aranceles, dañará todavía más la competitividad de las confecciones).

Ante tantos perjuicios sociales y económicos, sorprende la timidez y falta de contundencia de gremios como Fenalco y Analdex; y, claro, ante la amenaza contra el poder adquisitivo de los salarios, también llama la atención el silencio de los sindicatos y líderes obreros.

Pero sorprende mucho más que esta medida no haya sido precedida de estudios de los técnicos del Ministerio de Hacienda, Planeación y otras carteras (incluso la de Protección Social con respecto a su impacto sobre la pobreza). Dichos estudios podrían cuantificar con claridad todos los aspectos inconvenientes de la decisión que se cocina. La calidad, la personalidad y la entereza de los funcionarios técnicos se ponen a prueba en momentos como éste, cuando se vulneran principios fundamentales de equidad y eficiencia.

 

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