Comedia para no reír

Eduardo Barajas Sandoval
02 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

La cumbre de los “grandes”, que se volvieron siete con la exclusión de Rusia, expulsada de las reuniones de G8 por la aventura de hacerse al control de Crimea, pudo ser vista desde muchos lugares del mundo como una obra de teatro que trajo más preocupaciones que motivos de alegría.

Quien lo creyera. En medio de la garrotera generalizada que afecta al comercio mundial, y que tiene en ascuas a medio planeta al impulso de protagonistas que estaban sentados a la mesa, los siete no tuvieron inconveniente en firmar una declaración según la cual:  “El G7 está comprometido con un comercio mundial abierto y justo y la estabilidad de la economía mundial.” Y luego: “ Para esto, el G7 quiere cambiar en profundidad la Organización Mundial del Comercio (OMC) para que sea más eficaz en.... la solución más rápida posible de las diferencias y la erradicación de las prácticas comerciales desleales.” Por lo demás, aparecieron como si compartieran ideas respecto de Irán, Ucrania y Libia. Que ya se sabe no comparten.

Como era inevitable, cada uno de los concurrentes participó en la reunión con su propia marca de fábrica. De manera que, sin perjuicio de lo que hayan firmado, seguramente a puerta cerrada se hizo evidente la presencia de unos que dicen lo que se les viene a la cabeza, otros que buscan protagonizar jugadas maestras que les ubiquen en el pedestal de figuras de talla mundial, y uno en particular que, además de las dos características anteriores, se cree el número uno y una especie de “rey del mundo”, con la potestad de calificar bien o mal el trabajo de los demás. En fin, un atado de orgullos personales enormes que caen en la tentación de hacer política exterior con un ojo mirando hacia afuera y el otro hacia la galería interna de su país. Mas la andanada de trinos que producen un ambiente como de bosque tropical.

Pero tal vez el ingrediente más novedoso del momento sea la llegada de Boris Johnson al elenco, con sus actitudes que hacen inevitable recordar a los comediantes que han accedido al poder en diferentes partes del mundo: Grillo, Sarec, Zelenskiy, Morales, y a otros que, si bien no fueron profesionales de la comedia en su vida anterior, parecería que hubieran comenzado su ejercicio desde que llegaron al poder. 

Con sus actos, el británico evoca a quienes pasan la vida convencidos de que nacieron para gobernar, y por lo tanto se divierten en el oficio mirando al resto de los mortales como a través de un microscopio. Como si viviera convencido de su inevitable genialidad. Como si en él hubiera hecho nido un “síndrome churchiliano” del jefe político que ve lo que los demás son incapaces de ver y saca al país adelante, contra todo pronóstico.

La comedia que ha armado desde Downing Street, con una serie de actitudes que culminan, por ahora, con la solicitud de cierre del Parlamento, era lo que faltaba después de que, según una lógica un poco alrevesada, la Primera Ministra Theresa May estuvo en el gobierno mucho tiempo sin contar con el apoyo parlamentario requerido para avanzar en su proyecto de Brexit, pero ello no significó que tuviera que renunciar, conforme a la lógica del sistema, pues tampoco habría prosperado contra ella, en vista de su fracaso, una moción de censura.

Ahí está la gente en la calle en Londres y también en Escocia, donde la respuesta popular ha sido contundente en contra de la exótica iniciativa de quedarse unos días con las puertas de Westminster cerradas. Claro, si bien el Parlamento se puede cerrar por un tiempo, y la Reina, en ejercicio de su impecable respeto por las reglas del juego, tenía que aceptar la “sugerencia" del Primer Ministro, la sensación de una Gran Bretaña con el legendario foro de la democracia clausurado por el oportunismo político de un gobernante histriónico, como en República incipiente, no es un espectáculo fácilmente aceptable.

Frente a una sensibilidad democrática arraigada, no importa que al momento de la reapertura, con el discurso real que presente el programa de gobierno, queden todavía unos días para que los representantes del pueblo voten sobre el Brexit, antes de la fecha límite del último día de octubre. Tampoco importa que el cierre propuesto coincida con reuniones internas de los partidos, cuando los parlamentarios se dedican a los arreglos de su respectiva casa política, ni que sea tradicional la no reunión parlamentaria la semana anterior al Discurso con el cual la Reina inaugura la etapa de cada nuevo gobierno. Para la gente que ha salido a la calle, el Parlamento no se debe cerrar, en una democracia parlamentaria, por el capricho o la conveniencia política del Primer Ministro.

De paso, Boris Johnson ha puesto a la Corona en un trance de aquellos que en la Casa Real Británica manejan con maestría, pero no dejan de hacerle mella. Oportunidad de oro para los enemigos del sistema y para quienes sueñan con separarse del Reino Unido y seguir entrelazados con la Europa comunitaria. Muchos comparan lo de ahora con la destitución del Parlamento en el Siglo XVII por el autócrata Carlos Primero, a quien Boris se parecería por ostentar en este momento el poder sin haberlo ganado en una elección general. Aunque también es cierto que Carlos Primero no tenía que cumplir con el mandato de ningún referendo.

Es posible que lo peor de la crisis británica sea que no solo los políticos, sino los ciudadanos, están frente al dilema de escoger entre la conveniencia de su partido y la del país, en medio de un ambiente que ha permitido que se desdibujen disciplina y lealtades. Con el ingrediente adicional de que Jeremy Corbyn, el líder de los laboristas, no es percibido siquiera como alternativa para liderar un gobierno provisional, mientras se busca un mejor arreglo del asunto de la salida de la Unión Europea. De manera que cada vez resulta más improbable alguna maniobra que pudiese introducir un cambio importante en el proceso.

Sin perjuicio de que, en una nueva edición de la muy suigéneris tradición británica de hacer las cosas al revés y salir adelante, Johnson termine por haber tenido la razón, el espectáculo de una de las democracias más sólidas del mundo parece por ahora una comedia para no reír. Ahí está a prueba, en las grandes ligas, la combinación genética de político desabrochado, comediante espontáneo y agitador de emociones, que parece disfrutar más del espectáculo que de la búsqueda discreta y sosegada de esos consensos que siempre se requieren para arreglar problemas de la casa sin romper la vajilla. Y de pronto la de los vecinos. 

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