Cómo aprender a ser ex

Héctor Abad Faciolince
05 de agosto de 2018 - 05:05 a. m.

Iván Duque cumplió 42 años hace menos de una semana, el primero de agosto. Si no pasa nada raro, será expresidente de Colombia recién cumplidos los 46. Tendrá pues, muy pronto, una excelente jubilación, prebendas y privilegios vitalicios, y le quedarán por vivir, probablemente, tantos años como los que ha vivido hasta hoy. Deberá aprender muy pronto, entonces, a ser un ex. La mitad de su vida será un ex. Tiene apenas estos cuatro años para demostrar, solo, sin ser la marioneta ni la sombra de nadie, de qué es capaz. Está frente al reto más difícil de su vida: el que nos dirá si es un hombre o apenas el eco de otro hombre. Y tras demostrar qué presidente será (a nadie se le juzga antes de empezar), tendrá también que escoger qué tipo de expresidente quiere ser. Espero que piense más en su padre que en su mentor.

Acabo de pasar una velada muy agradable con el expresidente Belisario Betancur. Este cumplió en febrero 95 años. Llegó a ser presidente a los 59 años y dejó de serlo a los 63. Ha sido expresidente por más de 30 años, desde 1986, y me parece que nunca ha desafinado en ese papel. Ha sido más que un florero y más que un mueble viejo, sin ser una molestia ni un estorbo. Un observador lúcido y sagaz, pero distante. Es el expresidente más fino que tenemos. Sin ánimo de ofender me permito presentarlo como modelo tanto al presidente Santos, que empezará a ser ex este martes, como al expresidente Duque dentro de cuatro años.

El más liberal de todos los presidentes conservadores, y el más abierto, tras dejar el solio de Bolívar, Belisario ha sido asesor de la Iglesia Católica, y ha cumplido un papel importante en su modernización y apertura. Escogió un pueblo apartado y hermoso para conservarlo, embellecerlo más y hacerlo aún mejor, Barichara. Ha hecho libros, ha apoyado la cultura, ha leído sin parar, ha escrito, ha sido académico de la lengua, y ha sido de una generosidad sin límites con todos los que nos dedicamos al oficio de escribir. No ha querido mirar hacia atrás, no les ha dicho a sus sucesores lo que tienen que hacer o dejar de hacer.

Quizá lo único que le critico es que no haya querido contar los intríngulis del golpe de estado temporal que le dio el Ejército durante la retoma del Palacio de Justicia. Pero es que hasta en esto ha querido ser un ejemplo de discreción y ha preferido que toda la culpa recaiga sobre él, antes que acusar o incriminar a otros. Es leal y valiente. Enviudó y se volvió a casar con una mujer encantadora, para rejuvenecer a su lado. Tiene un hijo y dos hijas que lo quieren, porque él los ha querido. En fin, es un estudiante de filosofía que ha aprendido a vivir y que, sin tener afán de morir, podría morir en paz (y el día esté lejano) porque a morir también ya aprendió, leyendo a Montaigne.

No quiero poner ejemplos de cómo no ser expresidente, aunque los hay y ustedes están pensando en ellos o en él. Obama, que ha tenido de sucesor al peor esperpento de la historia de su país, no se ha desviado un ápice de lo que debe ser su papel. Es otro buen ejemplo reciente. Juan Manuel Santos dijo hace poco que no sabía bien lo que iba a hacer cuando fuera expresidente, pero que sí sabía muy bien lo que no iba a hacer: no va a tratar de demoler a toda hora la obra de su sucesor. En él no va a tener Duque un envidioso o un energúmeno tratando de impedir que haga las cosas mal o bien. Sabrá que ya mandar no es su papel. Si cumple esto que ha anunciado, si se dedica a hacer el bien, o al menos a no hacer el mal, habrá cumplido muy bien. “Lo primero es no hacer daño” es un precepto médico que deberían aprender a respetar también los políticos.

Dudo mucho que un presidente en ejercicio, o un expresidente en ejercicio, pueda hacer mucho bien. Lo que sí pueden hacer ambos es mucho daño. A Duque, ante todo, le pediría que no haga daño. Y al casi expresidente Santos, y a todos los expresidentes, también. Al menos no hagan daño, y si lo están haciendo, déjenlo de hacer.

 

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