¿Cómo desactivar la desilusión?

Eduardo Barajas Sandoval
11 de diciembre de 2018 - 05:00 a. m.

La desilusión de los electores, como la de quienes aprueban cualquier salida, y aún la de los malquerientes, se puede convertir en factor determinante del fracaso de un gobierno. Una opinión pública confundida, o afectada por el desencanto, afecta ese entusiasmo colectivo que debería animar el avance de cualquier proyecto nacional.

Las expectativas de los ciudadanos respecto de cada nuevo gobierno siempre serán difíciles de satisfacer. Cada quien abriga la recóndita esperanza de que un mundo nuevo puede comenzar. Los referentes de ese mundo son las ilusiones mismas que, a lo largo de la campaña, los candidatos lograron generar. También la curiosidad y hasta las dudas que pudieron suscitar.

Casi nadie sabe, o quiere saber, que los presidentes llegan al poder y no encuentran las cosas como si fuera el primer día de la creación. Se tiende a ignorar que, salvo las caras de los ministros, nada cambia de un día para otro. Cada país sigue siendo el mismo, y los procesos de la vida cotidiana siguen su curso, al menos por un tiempo, sin que importe quién tome el relevo en el timón. Y ello es así porque desde ninguna presidencia se manejan de verdad todos los hilos del poder.

Son los actos de los gobernantes los que se vienen a convertir en mostrario, oscilante, de sus verdaderas calidades para ejercer el oficio para el que fueron elegidos. Al observarlos, los ciudadanos pueden juzgar qué tan listos estaban para asumir sus responsabilidades. Las que imaginaban y muchas más. A partir de sus decisiones se puede ver si tienen el don de saberse anticipar a los problemas, que es uno de los secretos del éxito. Según sus reacciones se puede comprobar si saben dosificar la prudencia, la decisión, y la paciencia que se requieren para sortear las dificultades de cada día. En sus ojos se podrá leer qué tan serenos pueden permanecer ante el peligro y qué tan severos pueden llegar a ser para conjurarlo.

“Los políticos deben ahorrar primero; después lo haremos nosotros”, gritaba un ciudadano de chaleco amarillo el fin de semana en una calle de París. Sentimiento compartido, sin fronteras, por los habitantes de uno y otro país, agobiados por la voracidad de Estados que parecen no tener límites en su imaginación aplicada a extraer recursos del fondo de la sociedad. Fuente a la que acuden de manera recurrente, antes de pensar y actuar en el propósito de poner más bien a dieta al monstruo del aparato estatal.

Las fronteras de derecha e izquierda se borran cuando se trata de rechazar nuevos impuestos, con entusiasmo similar al que anima el rechazo al abuso y la corrupción. También se diluyen cuando se trata de rechazar el mal gobierno, la falta de criterio y la intención de hacer prevalecer las consideraciones de “iniciados” en economía, que no saben de sociedad. Miembros de cofradías que, a punta de estadísticas y sin haber vivido en carne propia las miserias de otros, pretenden saber de todo y ser los mejores intérpretes de lo que la gente compra, hace, come, bebe, sabe, sueña y puede conseguir.

Miles de ciudadanos franceses se han movilizado, en ejercicio de la tradición fundacional de la República, en contra de las medidas de un presidente que irrumpió en el escenario con la idea de cambiar unas cuantas cosas lo más pronto posible, para recuperar, luego de varios intentos fracasados, desde la derecha y desde la izquierda, ese ideal de una Francia económicamente fuerte que todos quisieran vivir y disfrutar.

Ya hemos visto las imágenes de sitios emblemáticos de París cerrados al público y de carros ardiendo en esa y otras ciudades, perturbadas todas por el ímpetu de ciudadanos de menos de cuarenta años, sin antecedentes penales, que simplemente no aguantan la carga impositiva que el Estado les ha impuesto para que contribuyan, forzosamente, a un plan de recuperación en el que, en el otro extremo de la sociedad, se alivian las cargas para los más poderosos, con el argumento de que son ellos los promotores de la riqueza y el bienestar.

El joven presidente tecnócrata, que con un discurso alentado por la idea de la renovación llegó raudo al poder y consiguió además mayoría en la Asamblea Nacional, se ha llevado la sorpresa del rechazo de millones de sus conciudadanos. Les une la idea de repudio a unas políticas impositivas que consideran injustas, y están dispuestos a llegar tan lejos como sea, con tal de verlas derogadas. De paso han demostrado hasta la saciedad que de nada sirvieron los anuncios presidenciales de no doblegarse ante la protesta callejera. También han demostrado que del rechazo a las políticas se pasa fácilmente al rechazo a la persona del gobernante, que se profundiza cuando éste se ve obligado a apelar a la represión.

Dejando de lado las consideraciones sobre la inexperiencia del presidente francés, a quien tal vez la vida no le ha dado tiempo para aprender cosas que los sexagenarios aprendieron en su momento, tal vez sea bueno recordar la admonición de Jacques Attali, el visionario consejero del Presidente Mitterrand, ex jefe del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, futurólogo y figura emblemática de la conciencia nacional, quien advirtió en 2010 que, de no solucionar el problema de la deuda del Estado, todos estarán quebrados en cuestión de diez años.

Recordaba entonces Attali la larga historia del recurso a los impuestos y clamaba por una política que no ahondara en la tendencia a imponer a las mayorías, esto es a los ciudadanos del común, la obligación de asumir las deudas de un Estado anónimo por el que, después de todo, nadie termina por responder. Enseguida clamaba por la austeridad, y por un cambio de rumbo que evitara lo que ahora está sucediendo; que es lo que pasa cuando la ciudadanía políticamente beligerante de una democracia avanzada termina por rebelarse cuando cree que ha llegado al límite de su condición de contribuyente.

El sentimiento generalizado de desconocimiento, abandono y desencanto, en la relación de los ciudadanos con el gobernante, puede ser como una granada sin explotar, o como una pandemia cuyos brotes hay que controlar a tiempo. Thomas Piketty, el director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, la gran escuela de economía de París, afirma que la crisis de los chalecos amarillos plantea a Francia y a la Unión Europea un asunto fundamental, como es de la justicia fiscal. Tal vez en esa discusión, y en el logro de verdadera justicia en esa materia, ancestralmente concebida como elemento de dominación, esté una de las claves para desactivar la desilusión ciudadana.

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