Cómo muere la democracia, al estilo estadounidense

Paul Krugman
15 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Las democracias solían colapsar de manera repentina, con tanques que avanzaban ruidosamente hacia el palacio presidencial. No obstante, en el siglo XXI, el proceso por lo general es más sutil. El autoritarismo está marchando por todo el mundo, pero su avance tiende a ser relativamente lento y gradual, de tal modo que es difícil señalar un solo momento y decir, este es el día en el que murió la democracia. Solo nos levantamos un día y nos damos cuenta de que se ha ido.

En su libro de 2018 “Cómo mueren las democracias”, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt documentaron cómo se ha desarrollado este proceso en varios países, desde la Rusia de Vladimir Putin, hasta la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Hungría de Viktor Orbán. Poco a poco, se fueron derribando las vallas de contención que protegían la democracia, a medida que instituciones pensadas para servir al público se convirtieron en herramientas del partido gobernante, para luego ser usadas como armas para castigar e intimidar a los opositores del partido. En el papel, esos países todavía son democracias; en la práctica, se han vuelto regímenes de un solo partido.

Además, los acontecimientos de la semana pasada han demostrado cómo puede ocurrir esto aquí en Estados Unidos.

Al principio, el “Sharpie-gate”, la incapacidad de Donald Trump de admitir que dio una proyección climática errónea cuando afirmó que Alabama estaba en riesgo debido al huracán Dorian, fue algo gracioso, aunque también un poco aterrador, dado que no nos tranquiliza que el presidente de Estados Unidos no pueda enfrentar la realidad. No obstante, dejó de ser una broma el viernes, cuando la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica emitió una declaración en la que respaldaba erróneamente la afirmación de Trump de que esta institución había advertido sobre una amenaza en Alabama.

¿Por qué es tan aterrador? Porque demuestra que, hasta el liderazgo de la Administración Nacional Oceánica, que debería ser la agencia más técnica y apolítica, ahora es tan servil a Trump que está dispuesta no solo a invalidar las opiniones de sus propios expertos, sino a mentir, sencillamente para evitar un poco de vergüenza presidencial. Piensen en esto: si se espera que hasta los que predicen el clima sean apologistas del “Amado líder”, la corrupción de nuestras instituciones es total.

Esto me lleva a un caso mucho más importante, la decisión del Departamento de Justicia de investigar a las empresas automotrices por el delito de tratar de actuar de manera responsable. Así ha ido el cuento hasta ahora: como parte de su yihad contra las normas ambientales, el gobierno de Trump ha declarado su intención de anular las normas de la era de Obama que pedían un aumento gradual en el rendimiento del combustible.

Tal vez piensen que la industria automovilística agradecería esta invitación para seguir contaminando. Pero lo que sucede, de hecho, es que los fabricantes de automóviles ya basaron sus planes de negocios en el supuesto de que las normas de rendimiento de combustible aumentarían.

No quieren que sus planes se vean afectados; en parte, podríamos sospechar, porque entienden que la realidad del cambio climático tarde o temprano hará necesario que esas reglas vuelvan a entrar en vigor. Entonces, en realidad se han manifestado en contra de la desregulación de Trump, la cual advierten conducirá a “un periodo extendido de litigios e inestabilidad”. Además, varias empresas han hecho más que protestar. En un reproche destacable al gobierno, han llegado a un acuerdo con el estado de California para cumplir con normas casi tan restrictivas como las de Obama, incluso si el gobierno federal ya no los obliga a hacerlo.

Ahora bien, según The Wall Street Journal, el Departamento de Justicia está considerando presentar una demanda colectiva antimonopolio en contra de esas empresas, como si convenir normas ambientales fuera un delito equiparable a, por ejemplo, fijar precios.

Esto sería perturbador incluso si proviniera de un gobierno que anteriormente hubiera expuesto su interés en una política antimonopólica real. Viniendo de gente que hasta ahora no ha mostrado preocupación alguna por el poder de los monopolios, está claro que esto es un intento de usar como arma las demandas colectivas antimonopolio, para convertirlas en una herramienta de intimidación.

Además, hay pruebas evidentes de que el Departamento de Justicia se ha corrompido por completo. En menos de tres años, ha pasado de ser una agencia que trata de hacer cumplir la ley a una organización dedicada a castigar a los opositores de Trump.

¿Quién sigue? En al menos dos casos, Trump parece haber tratado de usar su poder para castigar a Amazon, cuyo fundador, Jeff Bezos, es propietario de The Washington Post, al cual el presidente considera un enemigo. Primero presionó para que aumentaran las tarifas para la entrega postal de paquetes, lo cual dañaría los costos de envío de Amazon; luego, el Pentágono, de manera repentina, anunció que estaba reconsiderando el proceso para asignar un enorme proyecto de computación en la nube que Amazon esperaba a todas luces ganar.

En cada caso, es difícil probar que estos fueron esfuerzos para usar las funciones gubernamentales como arma en contra de críticos nacionales. Pero, ¿a quién queremos engañar? Claro que lo fueron.

La cuestión es que así es como se da la transición repentina hacia la autocracia. Las dictaduras de facto modernas por lo general no asesinan a sus opositores (aunque Trump ha sido excesivo en sus alabanzas a regímenes que, de hecho, dependen de la fuerza bruta). En cambio, lo que hacen es usar su control sobre la maquinaria gubernamental para hacerle la vida difícil a cualquiera que consideren desleal, hasta que la oposición real desaparece.

Y está ocurriendo en este mismo instante. Si no les preocupa el futuro de la democracia estadounidense, no están poniendo atención.

(c) The New York Times.

 

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