Conservatismo popular brasileño

Daniel Emilio Rojas Castro
30 de octubre de 2018 - 05:00 a. m.

La semana pasada Caetano Veloso publicó en el New York Times un artículo titulado “Se avecinan tiempos oscuros para mi país”. Como otros países del mundo, escribe Veloso, “Brasil está haciendo frente a una amenaza de la extrema derecha, a una tempestad de populismo conservador”.

Es apenas comprensible que Veloso sea uno de los detractores del nuevo presidente brasileño Jair Messias Bolsonaro. Algunos años después del golpe de Estado contra João Goulart, en 1964, él y Gilberto Gil —otra de las grandes figuras de la música del siglo XX— conocieron los años sombríos de la dictadura y las arbitrariedades del gobierno militar. Tras ser encarcelados tuvieron la casa por cárcel y luego fueron obligados al exilio. La misma dictadura que Bolsonaro mira con nostalgia privó a Veloso y a muchos otros brasileños de su libertad. Pero ¿diabolizar al nuevo presidente no implica en alguna medida declinar la responsabilidad del electorado en este nuevo capítulo de la historia brasileña?

El populismo conservador que denuncia Veloso se erige sobre un conservatismo popular y moralista que privilegia el diktat al consenso, el orden a la libertad. Bolsonaro no representa una novedad dentro del paisaje político, sino un patrón latente desde hace décadas en la política suramericana que repite cíclicamente la misma parábola: la del mesías que viene a rebelarnos el secreto del orden apoyado en la lucha contra el mal, la del profeta que ofrece la regeneración a cambio de la sangre derramada por todo lo inmoral. Había sucedido en el Perú y en Colombia con Alberto Fujimori y Álvaro Uribe. Ahora sucedió en el Brasil con Bolsonaro y, como en los casos mencionados, su apoyo político no provino exclusivamente de las élites, sino de prácticamente todas las capas de la población exhaustas de la corrupción, de la inseguridad, y adeptas a las iglesias evangélicas (auténticas vencedoras en esta elección).

Inspirado en el discurso secular del gigantismo brasileño y en las palabras de Tom Jobim, Veloso caracteriza a su patria como una “nación gigantesca del hemisferio sur, con una mezcla racial intensa y la única del continente americano donde se habla portugués como idioma oficial”, pero omite otros rasgos que explican que Bolsonaro sea el titular de la primera magistratura. Porque además de ese milenarismo político profundo que Brasil comparte con los demás países de América del Sur, quizás sea en este país donde se expresan con mayor vehemencia la fábula anticomunista y el liderazgo de los militares para refrendar cualquier cambio político, desde el mítico Getulio Vargas hasta hoy. La homofobia, el machismo, el racismo y la nostalgia de la dictadura de Bolsonaro no son compartidos por todos los brasileños, pero sí por muchos. 

La grandilocuencia no reemplaza la experiencia en el gobierno ni el talento para gobernar y el nuevo presidente tiene más de lo primero que de lo segundo. No pienso que Bolsonaro vaya a crear una nueva dictadura, ni que vaya a cerrar el Congreso. Pero tampoco creo que sea capaz de devolverle al Brasil la estabilidad institucional que inició con la destitución de Dilma Rousseff. El nuevo mesías hará todo lo posible por construir una democracia autoritaria de influencia mundial y por afianzar aún más el conservatismo popular brasileño, bastión de su popularidad y aglutinador de todo su electorado.

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