Contra el tabú

Piedad Bonnett
04 de noviembre de 2018 - 06:00 a. m.

Cuando nos informan que una persona ha muerto, la pregunta que naturalmente se nos ocurre hacer es de qué murió. Y no sólo por simple curiosidad, sino porque a menudo sentimos que ciertas formas de morir vienen a redondear una vida, y a veces a iluminarla y a completar su sentido. Hay algunas especialmente tristes o trágicas, y otras curiosas, paradójicas y hasta ridículas, como la que se dice que tuvo Esquilo, a quien le cayó en la cabeza una tortuga que soltó un águila en pleno vuelo. Absurda resulta, por ejemplo, la muerte de Tennessee Williams, que se ahogó con el tapón de un frasco que intentó abrir con los dientes. O la de Gaudí, atropellado mientras retrocedía para ver su famosa Sagrada Familia. O la de Isadora Duncan, ahorcada por su bufanda, que se enredó en las llantas del carro en el que viajaba.

Cuando se trata de un suicidio, también solemos indagar, como si buscáramos algo emblemático. Y lo hay en Virginia Woolf, cuando se adentra en el agua con los bolsillo llenos de piedras; en Sylvia Plath cuando mete su cabeza en el horno de gas después de dejar un vaso de leche en la mesa de noche de sus pequeños hijos; en el disparo de José Asunción Silva horas después de pedirle a su médico que le indicara dónde queda el corazón, o en Mishima haciéndose el harakiri después de fracasar en su arenga a las tropas. A veces, sin embargo, los deudos, como si se sintieran deshonrados por esta forma de muerte, callan o mienten. Hace unos meses, por ejemplo, en Colombia se ocultó la forma de morir de un conocido actor de teatro, y también la de un apreciado empresario, cuyo suicidio se comentó, sin embargo, sotto voce. ¿Cuál es la razón de tal ocultamiento? ¿Qué podemos sentir sino congoja y compasión cuando nos enteramos de que Robin Williams, o Kurt Cobain, o Anthony Bourdain o Philip Seymour Hoffman murieron por su propia mano? Y es que nadie tiene derecho a juzgar cuando se trata de una decisión que nace del sufrimiento o la desdicha.

Hace unos días Chantal Maillard, escritora belga radicada en España, descubrió unas coincidencias asombrosas: ambas nacimos el mismo año, ambas somos poetas —y ella filósofa de gran renombre— y las dos tuvimos hijos llamados Daniel, que a edades semejantes decidieron abandonar la vida de la misma forma, lanzándose al vacío. En su momento, las dos, sin saberlo, escribimos un mismo poema sobre ese último instante. Descubrirlo nos llevó, por iniciativa suya, a hacer un performance en la ciudad de Málaga: en un escenario, apoyadas en una música bellamente perturbadora, concebida para la ocasión, realizamos lo que Chantal –una mujer austera, de pensamiento riguroso— llamó “un Oficio”. “A veces ciertos puentes se disfrazan de coincidencia. Éste es uno de ellos. Y había que cruzarlo”, escribió a sus amigos en una invitación colectiva. Voces en duelo se presentó así: “Un mismo nombre. Dos hijos. Una misma decisión. Un mismo gesto. Dos madres frente a un mismo abismo. Contra el tabú. Por esa libertad. Por el coraje del suicida. Como homenaje”. Y así, con un acto simbólico, a través del arte, nos manifestamos por el respeto a la autodeterminación y a la más definitiva prueba del alcance de la libertad humana.

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