Contra la concordia

Francisco Gutiérrez Sanín
18 de agosto de 2017 - 03:00 a. m.

Muchos colombianos aún esperan ansiosos una conversación “abierta y cordial” entre Santos y Uribe que acabe con la polarización. Esto, según nos enteramos recientemente, sigue incluyendo a Santos mismo. Otros deploran el lenguaje obscenamente agresivo que se ha apoderado de la escena pública colombiana. “Por el respeto” se ha convertido en una consigna política respaldada por millones.

Estas preocupaciones tienen todo el sentido del mundo y se apoyan en un espíritu razonable que comparto plenamente. Pero creo que apuntan a un blanco inalcanzable. Cierto: habrá que seguir peleando por estándares mínimos de decencia en el debate, y esto no se puede hacer sino con un lenguaje digno y pulcro (saco de esta camada a humoristas, caricaturistas, etc., cuya lógica es muy distinta). Una frase atribuida a Einstein dice que el ejemplo no es la mejor sino la única forma de enseñar. Cierto: la estridencia es irreflexiva y hostigadora, y mina en lugar de ayudar a construir las coaliciones propaz que necesita el país. Cierto: todos los actores políticos democráticos necesitan entender que el país se encuentra en un momento extraordinariamente difícil, y por consiguiente deben pesar cada palabra con extremo cuidado.

Pero esto no puede, en realidad ni siquiera debe, transmutarse en una propuesta de concordia generalizada para supuestamente arribar a soluciones fáciles en medio de abracitos y mimos. Esto lo entiende perfectamente Uribe, que es persona árida, feroz, seria (y refractaria a estas cosas). Hay tres razones fundamentales que hacen irrazonable aspirar a tales soluciones. Primero, las apuestas políticas han subido de manera exorbitante. Ellas no solamente se relacionan con la adopción de caminos muy diferentes para el país en el futuro inmediato, lo que ya de por sí es lo suficientemente grande, sino que involucran las trayectorias individuales de los principales tomadores de decisiones. Piensen en las implicaciones que podría tener, que tiene ya, la poca verdad que conocemos para decenas de actores políticos. Piensen en temas como la capacidad de dotarse o no de un sistema de provisión de seguridad privado que en ciertas regiones es crítico y sigue estando sobre el tapete. Piensen en los efectos simples de tener un catastro real. Aquí están en juego no solamente “modelos de desarrollo”, como se suele decir, sino patrimonios, relaciones y temores vitales.

Segundo, y en relación con ello, esta nueva oleada de brutales escándalos de corrupción muestra a las claras el poder, pero a la vez la fragilidad, de las estructuras políticas más establecidas. Esto aumenta sustancialmente los problemas de representación, en un momento en que el país necesita desesperadamente tenerla. Y la vez muestra cuán lejos estamos de cumplir la promesa crucial de la Constitución de 1991: meter a la política plenamente en la legalidad. Para poder hacerlo se necesita tocar estructuras grandes, que involucran a gentes con poder real y muy decididas a mantenerlo. Una vez más, estamos frente a apuestas enormes. Son cosas que no se resuelven frente a un té con galletitas. Pero esta explosiva combinación de política e ilegalidad se expresa de la manera más aguda en nuestra extrema derecha, el tercer factor, que tiene todo que perder con la paz, y que arrastra las inercias de un brutal conflicto de medio siglo cuyas implicaciones y efectos destructivos no hemos terminado de descifrar.

Querer administrar estas tensiones con arrumacos, zalamerías y “reconocimientos” (“no estaríamos aquí si no fuera por…”) simplemente no es serio. Y corresponde a un esquema de paz chiquita, que no atrae, ni podría atraer, a nadie. La paz es, y era desde el comienzo, riesgosa, y nos tenía que dividir. Lo mismo las transformaciones que involucra. Voy más allá: afortunadamente lo hizo. Y ahora hay que darse la pela por ella. “Macronizando” el discurso: defendiéndola en todo lo que significa, sin un insulto, sin un alarido vacuo, pero también sin una concesión.

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