Contra la “fiesta de la guerra”

Rodrigo Uprimny
08 de septiembre de 2019 - 05:00 a. m.

Retomo la tesis de Estanislao Zuleta sobre la “fiesta de la guerra”, que utilicé en mi última columna para rechazar la decisión de Iván Márquez y su disidencia minoritaria de retornar a la guerra, pues considero que esa tesis también es útil para interpretar ciertas actitudes belicistas del uribismo.

Zuleta plantea que solo un pueblo “escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”. Su tesis es que la guerra es terrible pues produce atrocidades, como las que hemos padecido en Colombia, pero que es vivida también por algunos como una fiesta, por detestable que esto nos parezca. La guerra une a quienes la apoyan frente al enemigo, que es visto como el mal absoluto, con lo cual elimina las disensiones internas y genera identidades colectivas muy fuertes. La guerra, dice Zuleta, es la “fiesta de la comunidad al fin unida con el más entrañable de los vínculos, del individuo al fin disuelto en ella y liberado de su soledad”.

La paz en una democracia, según Zuleta, no puede ser entendida como la supresión de los conflictos para que todos nos disolvamos en una cálida convivencia y en una identidad común, pues los conflictos no solo son constitutivos de la condición humana y persistirán sino que, además, esa pretensión conduce a visiones totalitarias. La paz es entonces el esfuerzo democrático, difícil y permanente por “construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo”.

La construcción democrática de la paz supone entonces reconocer al adversario como un opositor con el cual se discute y discrepa, a veces con virulencia, pero que no es un enemigo a eliminar. Por eso la democracia rehúsa convertir la política en un enfrentamiento irreductible entre enemigos, pues sabe que esa dialéctica amigo-enemigo (que para el polémico Carl Schmitt es la esencia de la política) nos lleva al totalitarismo o a la guerra.

La paz negociada con las Farc no es fácil, como no lo es ninguna paz negociada, pues supone aceptar que el enemigo de antaño, que cometió atrocidades (la guerrilla de las Farc), se ha transformado en el opositor político de hoy: el Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común.

En este contexto es preocupante que, al menos en tres ocasiones este año, Álvaro Uribe haya calificado de guerrilleros a congresistas que lo han criticado y haya sugerido que preferiría que fueran guerrilleros en armas y no políticos en un debate democrático. El 23 de abril, Uribe le dijo a Petro que prefería a un “guerrillero en armas que al sicariato moral”. El 20 de agosto, le dijo a Iván Cepeda que prefería discutir con “guerrilleros reales que con guerrilleros disimulados”. Esta semana, el 3 de septiembre, acusó a Alexánder López de patrocinar actos de terrorismo con el Eln.

Uribe no presentó alguna prueba de que estos congresistas fueran guerrilleros, pero al calificarlos de tales, o decir que los prefería como guerrilleros, en el fondo los descalifica como opositores, pues ya no son rivales políticos sino enemigos suyos y del Estado. Esto no es propio de una visión democrática de la política, sino de una concepción belicista que busca reintroducir la lógica de la guerra y la dialéctica amigo-enemigo en la lucha política. ¿Será acaso que, al igual que Márquez y su disidencia, el uribismo extremo no es capaz de pensar su futuro y el de Colombia por fuera de la fiesta de la guerra? Ojalá no sea así; pero en todo caso, es deber del Gobierno, como representante de todos los colombianos, resistir a quienes en los extremos nos invitan a esa terrible fiesta de la guerra.

*Investigador de Dejusticia y profesor de la Universidad Nacional.

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