Coronavirus: una oportunidad de mirar (en serio) hacia el campo

Guillermo Zuluaga
10 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Los he visto madrugar, arar al mediodía, y quedarse en la huerta hasta bien entrada la noche. Durante esta pandemia y en la cuarentena, los campesinos colombianos han seguido sus faenas como si fuera el primero o el último de sus días. He tenido la  fortuna de vivir  en el campo esta  cuarentena y he sido testigo excepcional  de la labor de muchos labriegos: y puedo decir sin temor a equivocarme que son los grandes responsables de que, en la actual coyuntura,  este país no haya colapsado

No quiero desdeñar, claro que no, la labor del personal de la salud, otro de los sectores que con heroísmo ha contribuido a que la crisis no sea mayor; o el de la fuerza pública, que ha ayudado a controlar a la gente para que acoja y respete  las medidas de los gobiernos locales y nacionales; sin embargo, considero que nuestros campesinos  han comenzado a mostrarse como esa retaguardia en la cual se  guarecen las sociedades en situaciones como las actuales: porque si bien a la hora de una crisis como la que vivimos requerimos de medicamentos y personal que nos atienda y de quien nos brinde  seguridad, sin  alimentos, los que por fortuna gozamos de salud no tendríamos la energía para continuar,  y quienes padecen alguna enfermedad no tendrían las defensas  suficientes para soportar sus convalecencias.

Esto suena un poco a Perogrullo, pero no. En Colombia es la primera vez que vivimos una situación como la actual. Contrario a otros países que han soportado guerras y saben la importancia de tener a sus soldados con sus pertrechos abastecidos de comida y una buena retaguardia con producción alimentaria, en Colombia, pese a que vivimos un conflicto armado interno nunca hemos estado ad portas de un desabastecimiento como el que podría darse de continuar esta pandemia por muchos meses y los subsecuentes cuarentenas y encierros que ella demanda. 

Durante un par de semanas he compartido en una región netamente agrícola. He visto a campesinos que, mientras oyen en la radio los datos de la pandemia, han sembrado frijol, maíz, papa, arracacha; a otros los he visto desgajar racimos de plátano  y limones para enviarles a familiares que están en las ciudades, y hasta escuché  a un campesino algo triste porque un amigo lo llamó de un supermercado en una capital a quejarse porque no tenía papa, y este habló con dos o tres vecinos a ver si tenían forma de “despachar si quiera una carga” (unos 160 kilos) para abastecer ese barrio.

He visto “chivas”  y “jaulas” llegar a las cuatro de la mañana a una vereda a recoger pimentón, tomate de árbol y de aliño, limones, aguacates y plátanos  para llevar a las plazas de mercado y los campesinos han estado ahí, pese al frio, despachando sus productos. El campo no se ha detenido. Nuestros campesinos saben que de esa comida que ellos mandan depende que ellos puedan acceder a otros productos, pero me consta, porque he oído, que ellos también están preocupados  y se solidarizan  por lo que ocurre, principalmente en las grandes ciudades, y saben que su aporte, para la solución,  es garantizarles la comida.

Sí. El campo ha respondido. El campo colombiano, ese mismo que cada cuatro años es tema obligado en los discursos de candidatos a alcaldías, gobernaciones y presidencia: “tenemos que devolverle la dignidad al campo”; pero que  a la hora de las decisiones siempre es menospreciado; el que tiene que cultivar en las tierras menos fértiles, el que tiene menos subsidios, el que logra las peores cosechas, porque hasta el clima a veces los golpea sin piedad; nuestro campo que, dado su aporte, debería vivir “las vacas gordas”, debido al abandono estatal es más un pastizal de vacas flacas. Sí. Ese campo colombiano con el que el Estado tiene una deuda casi tan vieja como la República misma.

Porque el  Estado nunca ha sido capaz de sacar adelante una verdadera reforma agraria, que entregue tierras realmente fértiles a los que sí las cultivan.  Ha habido algunos intentos, como el del gobierno de José Hilario López, la Ley 200 de 1936 o la del gobierno de Carlos Lleras Restrepo. Pero se han quedado en eso, porque no han sido capaces de contrarrestar el poder político de los terratenientes, que han tenido nexos o son ellos mismos los que ocupan las curules del Congreso.

Tampoco ha habido una política de Estado para ayudar a los campesinos y la mayoría son ayudas coyunturales para los sectores más influyentes: como los caficultores, los cultivadores de flores o  de arroz. Sin embargo,  nunca llegan reales ayudas a los pequeños cultivadores que tienen en sus minifundios, una única posibilidad de sustento, y que,  pese a su trabajo duro y al aire libre, tampoco gozan de garantías en cuanto a su seguridad social o laboral.

La actual coyuntura que vive el país, donde los campesinos no se han amilanado sino que han demostrado su altura y compromiso con esta Nación, debería llevar a que de verdad pensemos en el campo, pues está demostrado que de nada vale tener todos los recursos si no hay forma de llenar las alacenas al menos de lo básico para subsistir.

Nuestros campesinos, esos héroes silenciosos que no piden grandes reformas tributarias, ni evaden, ni sacan sus ganancias de Colombia, se alegrarían si les entregaran tierras productivas como muchas de esas que solo sirven de “engorde” en las grandes cuencas colombianas; que los abonos nutrientes y herbicidas --que muchos son importados-- tuvieran menos aranceles y ellos pudieran comprarlos más baratos; préstamos con tasas realmente asequibles  a ellos que no tienen nada seguro con sus cosechas; ayuda para fortalecer cadenas de producción y comercialización para no seguir, impotentes, viendo cómo los intermediarios son los que se quedan con las mayores ganancias cuando no son ellos los que se parten la espalda en el arado. Pensar en esto, en serio y con convicción, sería un gran aporte, un gran aprendizaje que nos dejaría la crisis actual que vivimos y a lo mejor nos protegería de que no tuviéramos una próxima.

Invertir en el campo sería, además, la mejor forma de ayudar a consolidar una verdadera paz en Colombia. De hecho, también muchos problemas de las ciudades se resolverían pues los campesinos teniendo garantías no van a querer irse a buscar un mejor futuro y a demandar servicios  y subsidios en las periferias de las ciudades.

 

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