Corre, hermano, corre

Javier Ortiz Cassiani
27 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

Mi hermano Teobaldo contaba esta historia. A mí me gustaba escuchársela: sucedió a mediados de los años 70. La tarde estaba cayendo. Venía caminando a casa, todavía con el polvo en el cuerpo de su oficio de acarreador de bultos de arroz en un depósito de la Federación Nacional de Arroceros en Valledupar. Era fin de semana, era día de pago. En una esquina, cerca al desaparecido teatro Avenida, había una pequeña cantina de la que salían unos sones de acordeón que sedujeron su disciplina. Su disciplina de recolector infante y aventajado de algodón; de chico madrugador que se partía el lomo lidiando a diario con costales pesados y urticantes en una bodega, que regresaba por la tarde a la casa en un barrio en la periferia a bañarse los soles del día y que luego se iba a las aulas de clases de la jornada nocturna del colegio Loperena. Quizá no fue que los sones sedujeron su disciplina, más bien creyó que por su disciplina merecía una cerveza y esos sones. Contó, muchas veces, que se sentó afuera. A esa hora la parranda apenas era un presagio. En el lugar solo estaban él, un dependiente detrás de un amplio refrigerador que hacía las veces de mostrador y la chica que atendía las mesas. Pidió una cerveza… pidió otra. Con la mujer de vez en cuando cruzaba miradas y sonrisas coquetas y así pidió otra, y otra más y luego otra. Pero pronto hizo cálculos: su entusiasmo, aunque discreto y solitario, era una merma sustancial al sustento de la familia. En la casa había hermanos y sobrinos que alimentar, deudas en la tienda de la esquina y recibos atrasados. Entonces pidió otra; pero apenas la mesera se dio la vuelta para buscarla se paró de la silla y corrió. Corrió, corrió rápido un montón de cuadras. Con sus 162 cm de estatura y sus escasos 59 kilos de peso era como si volara por las pedregosas calles del Valledupar popular de entonces. Solo se detuvo a pocos metros de la casa y descansó en una inmensa piedra que había al frente. Descansó y pensó en la vida. Entró después de domesticar el galope de su respiración con la certeza de la obligación intacta en el bolsillo.

Siempre que le escuchaba esa historia, yo sentía que acudía a la narración del acto fundacional de un hombre que sacrificó incluso su goce por la familia. Muchos años después de aquella carrera, mi hermano se hizo maestro, también fundó y dirigió un pequeño colegio, llevó una vida económicamente decente, subió algunos kilos de peso, vistió con pulcritud y elegancia popular, y se tomó con prudencia las cervezas que quiso sin la amenaza de los fantasmas de la fuga ni de la escasez del presupuesto familiar. Mi hermano Teo ya no contará más esta historia; yo extrañaré escuchársela: el sábado pasado, a las 4:30 de la tarde, murió en una clínica de Cartagena. Tenía 65 años y un cáncer de médula que lo mató justo cuando se lo descubrieron. Estuvo menos de tres semanas hospitalizado. Sin darse cuenta, sin darnos cuenta, la muerte venía comiéndoselo silenciosamente, pero él, con la misma rapidez de aquella tarde de sones interrumpidos en Valledupar, se le fugó al sufrimiento y al deterioro prolongado.

Se fue el tercero de la legión de hermanos. El último de ellos escribe estas líneas para empezar a fundar su memoria; déjenme, por favor, usarlas también como tendedero para colgar este inmenso dolor.

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