Crecimiento: ¿cualquiera?

César Ferrari
21 de agosto de 2019 - 05:00 a. m.

Hace pocos días, el DANE anunció que la economía colombiana había crecido 3% en el segundo trimestre del 2019, ligeramente superior al crecimiento del primer trimestre de 2,8%. A partir de ello, el ministro de Hacienda pronosticó que el año terminaría en 3,6% y que incluso podría lograrse una tasa mayor, de 4%, si no fuera por el contexto internacional adverso, contrastando una declaración previa del gerente del banco central que había pronosticado una tasa de 2,8% para el 2019.

Si la economía crece regularmente 2,8% anual y la población 1,2% anual, para duplicar el ingreso per cápita se requerirían 44,2 años. Si la tasa de crecimiento económico fuera 3,6%, se requerirían 29,6 años. En cambio, si la economía colombiana creciera al 10% anual y la población al 1,2% anual, para duplicar el ingreso per cápita se requerirían 8,3 años.

Resulta extraño entonces que se celebre crecer a 3,6% y cause insatisfacción crecer a 2,8%, cuando en ambos casos solo después de varias generaciones la población podría usufructuar el doble de ingreso. Lo anterior resulta más sorprendente cuando se comprueba que, mientras se debate lo anterior, China y los países del este asiático han logrado crecer a tasas del orden de 10% anual durante varias décadas. 

Al respecto cabe plantearse una primera cuestión: ¿por qué los asiáticos sí pueden crecer al 10% anual y nosotros no? Las razones aparentes son dos: porque sus empresas son sumamente competitivas de tal manera que pueden vender todo lo que producen, nacional e internacionalmente, y porque tienen tasas de ahorro e inversión el doble o más que las colombianas, que les permiten expandir su capacidad de producción de manera acelerada. 

Por su parte, el contexto internacional adverso es consecuencia, en gran medida, de la guerra comercial iniciada por Estados Unidos contra China con la finalidad de mantener su preeminencia mundial, en un contexto en el que China, en términos de paridad de compra, ya tiene la economía más grande y la clase media más numerosa del mundo. La situación es agravada por la incertidumbre que genera la salida, aparentemente no negociada, del Reino Unido de la Unión Europea y las consecuencias que implica sobre esa economía y la europea.

Consecuente con dichos hechos, la economía mundial comienza a mostrar señales de recesión, alimentada por la reducción del comercio, que muchos estiman será más grave que la ocurrida hace una década. ¿Pero por qué estas dificultades afectan a economías como la colombiana? Porque inducen la disminución de los flujos de capitales hacia países emergentes al buscar economías más “seguras”, y porque la demanda mundial de energía también comienza a reducirse, con lo que los precios petroleros tienden a declinar.

Todo ello produce una reducción de los flujos de divisas en el mercado cambiario colombiano y consecuentemente induce una marcada devaluación de la tasa de cambio sin visos de detenerse. Esa reducción de ingresos externos induce un decrecimiento de las utilidades, los salarios y las compras internas a lo largo de toda la cadena productiva, así como de los ingresos tributarios y, por lo tanto, recesión o desaceleración económica en el mejor de los casos, y un aumento del déficit fiscal. 

Cabe cuestionar si es posible evitar esos efectos “indeseables” y la respuesta es no, por lo menos en el corto plazo, porque la estructura de la economía colombiana determina que casi 70% de sus exportaciones correspondan a hidrocarburos y carbón; para evitarlos habría que cambiar esa estructura. Cabe también preguntarse si es posible aprovechar esa elevada devaluación que hace mucho más competitiva en términos cambiarios la producción de bienes y servicios que se exportan o compiten con importaciones, más allá de la de las materias primas, y la respuesta es sí; que es, además, la manera de cambiar la estructura de la economía.

Pero la respuesta positiva está condicionada a que la tasa de cambio se estabilice en un nivel elevado. Si los empresarios se convencen de esa estabilidad, o por lo menos de que no habrá retrocesos en la tasa, no dudarían en invertir, siempre y cuando, y esa es la segunda condición, la estructura tributaria no los induzca a distribuir entre sus accionistas, como dividendos, las ganancias derivadas de la devaluación cambiaria. Lo primero requiere una política monetaria mucho más activa; lo segundo, una reforma tributaria que eleve los impuestos a los dividendos y los reduzca a las utilidades de las empresas, a niveles internacionales en ambos casos, como los que prevalecen en los países desarrollados de la OCDE.

La elevación de la tasa de cambio induce, no cabe duda, un aumento de los precios en todos los bienes y servicios y también en sus costos de producción. No obstante, al aumentar los precios más que los costos, genera un aumento de las utilidades empresariales. Es decir, aumenta el ahorro de las empresas y, así, sus recursos para inversión. Y si esta se materializa, podría esperarse también un aumento en el nivel de ocupación laboral y una mejora en la distribución del ingreso, algo sumamente positivo en un contexto de elevado desempleo y subempleo, y elevada concentración del ingreso, como el colombiano.

* Ph.D. Profesor titular, Pontificia Universidad Javeriana, Departamento de Economía.

 

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