Los niños prepararon las preguntas, grabaron videos, hicieron sondeos en sus escuelas y veredas; vinieron de ciudades cálidas y montañosas, de poblaciones olvidadas hasta por el olvido, recordadas por los embates de la guerra, de las avalanchas devastadoras y de otras miserias multidimensionales que desde antes de nacer han acompañado a la infancia colombiana.
Los niños estuvieron listos. Los adultos, no.
Los niños se tomaron en serio la invitación al debate y asumieron su rol; querían saber en manos de quién estarían los próximos cuatro años; necesitaban ser oídos y conocer el pensamiento de los futuros rectores del país sobre temas de educación, salud y ecología; violencia sexual, maltrato, trabajo forzado y reclutamiento infantil.
Los adultos —como tantas veces— tuvieron otras prioridades, y las agendas de los candidatos presidenciales no tuvieron tiempo para los niños.
Petro aceptó y cumplió. Viviane aceptó y no fue.
De la Calle —mi candidato, con quien comparto la enorme y justificada angustia de ver amenazada la paz de Colombia— había confirmado su asistencia y a última hora canceló. Ofreció que fuera su vice, pero claramente no era lo mismo.
Fajardo, Vargas Lleras, Duque y los incógnitos del tarjetón ni siquiera eran esperados: unos, desde el principio declinaron la invitación, y otros, ni contestaron.
Triste balance.
Pocas veces los niños han sido prioridad en las agendas públicas; resultan lindos para la foto, pero la asignación de tiempos y presupuestos se concentra en los adultos que dan votos, plata o poder. Así se comporta —casi siempre— la miopía pre, trans y post-electoral.
Me indigna la visión tan generalizada y utilitarista que identifica a los niños como una materia prima para el futuro y, ni siquiera bajo ese pérfido sofisma, se les respeta.
Debería ser elemental comprender que los niños no son un insumo, sino seres humanos con derecho a vivir su presente. No son adultos bonsái, ni un prospecto que se valora en función de futura rentabilidad. En el hoy y el ahora merecen ser reconocidos, valorados y amados, respetados y protegidos; nuestro deber es defender su imaginario y alimentarlo con emociones positivas, coherencia y consideración. Además, los niños son nuestros mejores maestros. Prestarle atención a un niño es oír la vida en su manifestación más genuina; es torpe de nuestra parte no auscultar el corazón, el de verdad, el que aun no se ha contaminado.
La inasistencia de los precandidatos al debate con los niños fue un error; no se trata de haberle fallado a una muestra pediátrico-folklórica del país; fue otro triste reflejo de la tierra del olvido.
Al respecto, sugiero leer y releer en El Espectador del viernes 27 la columna de Patricia Lara. Canta la tabla con argumentos estructurados y con el conocimiento propio de una experiencia sólida, cierta y rigurosa. Denuncia, advierte y de frente incita a la reflexión/acción.
Antes de terminar: infinitas gracias por las innumerables y profundas muestras de solidaridad recibidas por el último viaje que emprendió mi papá… un Señor con mayúscula y a carta cabal, un visionario íntegro que tenía nombre de teatro, y con valentía dedicó su vida a democratizar la cultura y la dignidad.