Pazaporte

Cuarentena

Gloria Arias Nieto
24 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.

Todo es raro. Voy a la sala de mi casa y miro -como si fuera la primera vez- los mismos árboles que llevan décadas ahí, frente a la ventana; parece que algo le ha ido arrancando la piel a los troncos. No hay niños en el parque, no hay nadie, ni siquiera hay pájaros. Recorro el teclado y, curiosamente, las palabras siguen apareciendo en la pantalla, como antes de la crisis. Será tal vez porque escribir es un verbo que no se deja derrotar. Oigo el silencio y confirmo que la siempretud que conocíamos se fue.

Estamos en cuarentena, y la costumbre queda ahora al otro lado de un vidrio imaginario, templado por el tiempo, la incertidumbre y la necesidad de ser capaces de vencer la enfermedad y defender la vida con pasión y compasión.

Cada minuto suben los picos de las gráficas, como si fueran a tocar el techo de la adversidad. No son números: Son miles de familias con el alma vestida de luto; un ataúd más en la fila peregrina para entrar a la iglesia, o recorrer las calles en un camión militar.  Llegan imágenes de Bérgamo y Milán, y esa Italia que conocimos, llena de girasoles, de amor y de amigos, de euforia y vino tinto, está suspendida en otra dimensión; en el dolor de las víctimas y el valor de sus médicos; en la urgencia de todo. Y la voz que necesitaba oír al otro lado del teléfono, me dice que siguen latiendo, con el ritmo de una vida que suspira y se ahoga y vuelve; es el temple de una gente fuerte y hermosa que jamás se da por vencida. 

Y así está el planeta que se cansó de protestar en silencio, y ahora grita de ansiedad y tristeza en casi todos los idiomas, culturas y religiones de la Tierra. Todo está paralizado, como en una estación sin trenes, sin hojas ni flores. Eso hace la cuarentena: pone al mundo en pausa. Y al mismo tiempo todo es apremiante, vertiginoso; las vidas se extinguen y se salvan en las unidades de cuidado intensivo, en las manos de héroes de blanco, de verde y azul, que no duermen para que otros despierten; médicos y enfermeras se convierten en pulmones y oxígeno para sus pacientes; son la fuerza necesaria para que mañana sigan vivos.

Héroes de carne y hueso, de alma y voluntad, de convicción y promesa; héroes de esperanza, o -como dirían sabiamente Inés y Ricardo- héroes de “esperancia”. Un segundo para rezar, para llorar; y recuerdan el primer día en la facultad, cuando un hombre escéptico preguntó por qué eligieron (elegimos) estudiar profesiones que nos atarían de por vida, a luchar contra la muerte.

Y cuando todo esto pase, el mundo no volverá a la normalidad porque la normalidad tenía cosas horribles, y lo más horrible es que nos parecía normal. Muchas cosas habrán cambiado después de tanto dolor. Habrá sido una de las lecciones más duras de la historia; cuatro generaciones quedaremos marcadas por ella, pero no habrá sido en vano. El otro virus, ese terco y canalla que en Colombia sigue empeñado en matar líderes y campesinos, tendrá que comprender que no hay lugar para él; en todas las latitudes, el incremento de la pobreza post-pandemia deberá llevar a sociedades y gobiernos a invertir no en perpetuar guerras, inequidad y exclusiones, sino en rescatar la economía de la vida. Habremos aprendido otro significado de la condición humana, otra capacidad de curar cuerpos y almas; resistir y proteger; sentir en los demás y apreciar la sencilla bendición del aire. Nos abrazaremos como volviendo de un naufragio, y podremos mirarnos, sin distancia.

ariasgloria@hotmail.com

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