En 1999, Colombia vivía uno de los años más sangrientos de su historia. Ya habían asesinado a Eduardo Umaña Luna y a Jaime Garzón. Mi papá sentía que el siguiente sería él y tras los ruegos familiares aceptó lanzarse al exilio en España. Al cabo de unos meses, y después de otra amenaza, nos dijo a mi hermano Marcelo, de 16 años, y a mí, de 14, que por seguridad teníamos que irnos del país. “De nada sirve mi sacrificio si algo les pasa a ustedes. Los llegan a coger y me ponen de rodillas”, sentenció.
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