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Cuentos del desierto

Pascual Gaviria
17 de septiembre de 2008 - 01:03 a. m.

ABDERRAMÁN AIT KHAMOUCH podría ser uno de los personajes que se agazapan en los Cuentos del desierto, de Paul Bowles. Jóvenes sigilosos que dejan el rastro apenas “audible de sus talones descalzos sobre el suelo de tierra”.

Niños que se agrupan para correr detrás de la estela de polvo de los buses, cargadores de equipajes en las estaciones que se deben espantar como moscas. Lo mismo que Allal, uno de los personajes de Bowles, Abderramán comenzó a trabajar en cuanto tuvo edad suficiente para sostener un peso sobre su cabeza. Allal era el encargado de traer el agua desde un pozo detrás del hotel donde un griego le daba posada a cambio de sus servicios.

A los ocho años Abderramán trabajaba en Mellab, Marruecos, en compañía de sus cinco hermanos: “Un día me caí al pozo intentando beber agua y me rompí el brazo derecho. Sólo se les ocurrió vendarlo, así de pobre es mi tierra. Se gangrenó y tuvo que ser amputado”. Las palabras de Abderramán no están en los libros de literatura, sino en las secciones deportivas de los periódicos europeos.

El joven, de veintidós años, acaba de ganar la medalla de plata en los 1.500 metros en los Paralímpicos de Pekín y parece haber leído a Bowles cuando intenta describir los paisajes de su infancia. En los alrededores del hotel en que servía Allal no había nada, excepto un cuartel rodeado de un alto muro rojizo. Y en los alrededores de la casa de Abderramán, en pleno desierto, en la zona de Merzuga, el panorama es muy parecido: “Donde nací no había nada. Y cuando digo nada, es nada”.

En los tiempos en que Bowles hizo sus primeras travesías por el Tánger, los jóvenes africanos de sus libros escapaban de las vidas cercanas a los documentales de Animal Planet ingresando a las filas de algún ejército, siendo héroes en Argelia o bandidos en las arenas de Sahara. Ahora, es necesario buscar una barca y cruzar un estrecho convertido en prueba de iniciación, en el más común de los rituales africanos de estos tiempos.

Luego de tres travesías con meta en Fuerteventura, España, Abderramán logró completar su viaje. Antes acumuló experiencia en dos naufragios. Trabajaba con el hombre encargado de las excursiones de todos los días y no tuvo que pagar los 1.000 euros del tiquete. Los salvajes llegan “al corazón de las tinieblas” de las ciudades europeas y deben mostrar sus habilidades: “Al llegar a Fuenteventura me escondí cinco días en las montañas, sin comer ni beber. Luego me detuvo la Guardia Civil, fui a un centro de acogida, me escapé a Las Palmas. No me pregunte cómo, pero llegué a Madrid y, finalmente, aterricé en Barcelona”.

Luego vendría otro centro de acogida y el trabajo en un parqueadero. Hasta que un día recordó las carreras. Cerca de las montañas Atlas, que bordean la frontera entre Marruecos y Argelia, los niños corren por un juego de imitación ineludible. Correr es una diversión productiva, una especie de conexión con el más grande de los sueños: “En Marruecos todo el mundo corre para ver si acaba siendo El Gerruj o Said Auita”.

Abderramán se refiere a los grandes ídolos del medio fondo en su país. Se inscribió para correr una prueba callejera en Barcelona y logró terminar solo, porque había dejado su morral en la meta y estaba obligado a seguir el paso de los atletas para encontrar el punto de llegada. Ahora su medalla está en el casillero español y dice que sólo regresará a Marruecos de visita.

Su hermano de 15 años acaba de repetir la historia y celebró la medalla de Abderramán desde un centro de acogida en Bilbao.

wwwrabodeaji.blogspot.com

 

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