Rabo de ají

Cuidar el rebaño

Pascual Gaviria
29 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

Durante más de un mes de cuarentena he visto muchos espacios liberados del miedo y las restricciones. Algunas veces, por bandos de la llamada institucionalidad; otras, por rigores de la escasez; unas más, por las encerronas de la ilegalidad, y las demás, por laxitud personal. En los primeros días era solo en la ciudad más brava. Los recicladores, los habitantes de calle, la policía, los empleados uniformados de las funerarias, los pillos en la esquina. Luego asomaron algunas prostitutas en los portales de las iglesias y los ancianos sin mucho que perder en sus bancos de siempre. Loteros echados a su suerte. Más tarde me encontré con la ciudad de las grandes plazas de mercado. Allí nada ha cambiado, solo que es un pequeño planeta que bulle embozado, gritando sus afanes con la voz apagada por el tapabocas. Los coteros siguen levantando a sus familias, los choferes gozan de su libertad de siempre con algún almuerzo de carretera en el confinamiento de la cabina. Y sobre todas las calculadoras en la plaza brilla un líquido antibacterial. Los grandes centros de abastos tienen aún más ruido al sumar las advertencias por los altoparlantes. Media hora luego de recorrer sus “muelles”, uno logra olvidar la pandemia. Nada se detiene, ni el molino que recibe el maíz directamente de una tractomula ni el pequeño triturador de los cientos de palomas que coronan el camión.

Ahora, luego de más de un mes de cuarentena, he visto algunos barrios populares. Asoman tímidos los trapos rojos del reclamo. Hace 150 años, durante una epidemia de cólera, las casas con los pacientes infectados exhibían la bandera de la infamia. Hoy el trapo del hambre es una especie de constancia que ha perdido eficacia más allá de las planillas. Pero los barrios toman poco a poco un ritmo ajeno a la quietud. Las conversaciones en las tiendas, los paseos de los adolescentes, la vigilancia ejercida —cerveza en mano— por los “muchachos”, los mecánicos debajo del carro, las panaderías con sus hervores, los barberos y sus alardes de precisión. El barrio camina como si tuviera la cuerda algo gastada, pero en realidad está tomando impulso. La fotocopiadora en la tienda del primer piso trabaja para despachar autorizaciones, constancias, escapes de lesa necesidad.

A los últimos que he visto es a los campesinos que miran la ciudad desde lo alto. No la vigilan, la recelan. Es la vista más serena de la pandemia. Tienen pérdidas por algunos productos ignorados cuando tantas cosas parecen suntuarias. Las flores son ahora un forraje inservible, un abono para las eras de las legumbres que vendrán. También el ají se hizo inservible en medio de la monotonía y el pavor en las ciudades. Los campesinos están acostumbrados a las desgracias del granizo o el verano. Los oí describir sus pérdidas con la misma serenidad con la que aceptan plagas menores. El virus es todavía un mal citadino, una imposibilidad para algunas ventas y ciertas ventanillas.

Las calles y los hogares son independientes del Estado y sus previsiones, siempre lo han sido, para bien y para mal. Algunos gobernantes consideran posible guiar al rebaño hasta la inmunidad. Muestran mucha consideración por su poder, mucha confianza en su voluntarismo, mucha justificación en sus imposiciones. Pero la realidad no se deja torcer el cuello fácilmente, sin importar que sea la muerte la que se plante al frente en el camino.

En el siglo XIX la Iglesia decía que era necesario sufrir el castigo de las epidemias, y por eso salir a las fiestas religiosas era uno de los dogmas para atender el cólera o la gripa española. El púlpito se impuso muchas veces a los decretos. Hoy no se necesita dogma, la ruta de los buses hace el trabajo.

 

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