Cultura y humanidad

Santiago Montenegro
20 de julio de 2020 - 05:01 a. m.

Alrededor del mundo y en nuestro país se están enfrentando varias narrativas sobre los problemas de la humanidad y, en particular, sobre el diagnóstico de la pandemia y las políticas para superarla y reactivar la economía. Una de esas narrativas concibe la sociedad en forma dicotómica de buenos y malos, de ellos y nosotros, pueblo y élite, y además la concibe como un juego de suma cero, en el que lo que unos ganan es a costa de los otros.

Sobre esta narrativa me he referido en anteriores columnas, razón por la cual quiero ahora resaltar otra narrativa que, especialmente durante la pandemia, han liderado artistas, compositores, grupos musicales, cantantes de ópera y poetas. En lugar de dividir y atacar al Gobierno o a las élites, o a los extranjeros y culparlos de todo, los artistas, solos o en grupo, han cantado, han interpretado sus instrumentos o leído sus poesías para agradecer y mostrar solidaridad con los trabajadores de la salud y con todos los que no han podido quedarse en casa por ser parte de los llamados sectores esenciales. Pero, más allá de cantar e interpretar sus instrumentos para agradecer a los médicos y trabajadores, estos artistas nos han conmovido porque, en un momento dramático de enfermedad y muerte, han recordado nuestra unidad y continuidad histórica como comunidad y, al hacerlo, han enfatizado el papel fundamental que cumple la cultura en nuestras vidas. Porque, indistintamente de quiénes seamos y de la posición que ocupemos, los símbolos que conforman la cultura, al tiempo que nos unen, nos recuerdan a todos la fugacidad de nuestra existencia.

Puede ser cierto que en una sociedad diferenciada funcionalmente, como la modernidad que vivimos, estamos en alguna forma enjaulados, como diría Weber, en sistemas con racionalidades instrumentales dominadas por una técnica que pondera la eficiencia, pero jamás podremos abandonar esos símbolos que marcan la frontera entre lo profano y lo sagrado, entre lo contingente y lo permanente, entre la individualidad y la comunidad. Porque el ser humano es siempre un animal simbólico, no solo ocasionalmente. Así, antes, durante y después de la pandemia seguiremos celebrando ritos, bautizos, cumpleaños, misas y responsos, prendiendo velas a los santos, participando en el carnaval, cenando el día de Acción Gracias, conmemorando el Día de Todos los Santos, repartiendo regalos la noche de Navidad, escuchando conciertos de Bach, contemplando La primavera de Botticelli, leyendo los Ensayos de Montaigne.

De alguna forma, estos símbolos, estos ritos, estos universales, al tiempo que nos recuerdan nuestra fugacidad, nos integran a una comunidad que es mucho más amplia que la familia, la ciudad, la sociedad: la familia humana. Y, aunque no nos comuniquemos, en esos símbolos nos reconocemos, no solo entre los vivos, sino también con los que ya están muertos y con los que aún no han nacido. Qué bueno sería que quienes solo piensan y estimulan la división y el enfrentamiento reflexionaran por lo menos algo sobre esos símbolos que nos definen como humanos. Al menos durante un minuto podrían meditar cómo en el rito funerario, en el que el duelo representa un sentimiento objetivo, colectivo, profundo, el auténtico sujeto no es el difunto, somos todos, es la comunidad que se impone a sí misma en ese rito ante la experiencia de la pérdida. Por algo el gran John Donne escribió: “No preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti”.

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