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¿Cumbre de la (des)unidad?

Arlene B. Tickner
24 de febrero de 2010 - 03:01 a. m.

Más allá del esperado encuentro entre los presidentes Álvaro Uribe y Rafael Correa, la Cumbre de la Unidad realizada en Cancún reviste importancia por varias otras razones. 

Se trata de una reunión del Grupo de Río y de la recién creada Cumbre de América Latina y el Caribe sobre Integración y Desarrollo.  Su objetivo principal, la creación de un nuevo esquema de concertación y representación regional que agrupe a todos los países de América Latina y el Caribe, sin la participación de actores extrarregionales como Estados Unidos, Canadá y España.

Por lo ambiciosa, la Cumbre invita a reflexionar acerca de la crisis de legitimidad de la OEA, que podría volverse redundante, así como la viabilidad de proyectos alternativos de integración, frente a los cuales el consenso político que existe acerca de su conveniencia no equivale a la madurez política necesaria para emprenderlos.

La insatisfacción con la OEA —cuyo grado varía pero que es común a todos los países miembros— obedece a sus pobres resultados en temas prioritarios como democracia, drogas ilícitas, crimen organizado, inseguridad pública y desarrollo.  Entre las causas de su inoperancia se destaca el peso desmesurado de Estados Unidos, que se percibe contraproducente al consenso, como ha sucedido en los casos de Cuba y Honduras. De allí que se considera necesario hacer contrapeso a la OEA, aunque hay desacuerdo sobre su desmonte definitivo.

Como pocas veces en su historia reciente, la región está atravesada por proyectos políticos encontrados que, sumados a los altos grados de heterogeneidad en cuanto al tamaño, problemas e intereses de los países, han dificultado aún más la cooperación.  La desconfianza mutua, entre profunda y latente, constituye un estorbo adicional, ya que podría alimentar carreras armamentistas que agravarían los niveles existentes de anomia.

La polarización descrita se traduce en una falta de cohesión política, un ingrediente fundamental para la profundización de cualquier proyecto de integración.  Pero el problema es más complejo, ya que tampoco existe un líder que aglutine a los países ante la ausencia de unidad espontánea.  Si bien coexisten al menos tres contendores distintos para ejercer un papel de liderazgo en el hemisferio occidental —Estados Unidos (aunque esté en declive), Venezuela (aunque sea polarizante) y Brasil— ninguno es reconocido ampliamente como líder, con lo cual su capacidad de convocatoria y regulación es limitada.

Cómo llenar este vacío de madurez política y de liderazgo constituye una pregunta que cualquier proyecto de integración en América Latina y el Caribe debe atender.  De lo contrario, lo que seguirá primando es la (des)unidad regional, de la cual la última riña entre Uribe y Chávez es una triste y “tropical” caricatura.

 

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