De advertencias y señales délficas

William Ospina
23 de febrero de 2020 - 05:00 a. m.

El 2 de enero de 2020 Gro Harlem Brundtland, exprimera ministra de Noruega y exdirectora de la Organización Mundial de la Salud, publicó en El País de Madrid un texto llamado “Cómo prevenir la próxima pandemia”, donde plantea los riesgos inminentes de un mal contagioso que pudiera extenderse en poco tiempo sellando ciudades, interrumpiendo el comercio y el turismo mundial, cubriendo de una sombra de angustia el planeta y destrozando la economía.

Era una advertencia con alta carga de intuición, porque ya en ese momento estaba subiendo la temperatura de los cuerpos en una remota provincia de China, que hoy es el centro de atención del mundo entero.

La autora no solo llamaba a tomar en serio el peligro de una pandemia: recomendaba claramente la necesidad de tener un fondo mundial de prevención, con aportes de todas las naciones, para desarrollar una estrategia eficiente de manejo de situaciones críticas, de atención hospitalaria masiva, de inversión en comunicaciones y de trabajo inmediato a altísimo nivel y con presupuestos adecuados en la experimentación de vacunas y tratamientos que lleguen a tiempo.

Habría que decir que el actual brote de coronavirus Covid-19 en China, y ya en medio mundo, es el refuerzo más oportuno a las advertencias de la exministra.

Porque desafortunadamente la humanidad no parece reaccionar ante las advertencias sino ante los hechos cumplidos. Ahora tenemos casi 80.000 casos de contagio en menos de dos meses, con una mortalidad cercana al 2%, y con un ritmo de propagación mucho más alto que los brotes anteriores, para mostrarnos un tímido boceto de lo que sería una pandemia apenas un poco más agresiva.

Ya está ante nosotros el cuadro de una crisis, no en un pequeño país marginal, sino en una de las mayores potencias planetarias, la evidente dificultad para controlar la expansión del virus en el país con mayor capacidad de control sobre los ciudadanos, la silenciosa eficacia de un mal que puede alcanzar a millones antes de ser advertido.

Un estornudo puede ser más útil que mil declaraciones de derechos para demostrarnos la igualdad de los seres humanos; la naturaleza es inapelable; los virus no distinguen entre el blanco y el negro, entre el mongol o el caucásico; la fiebre les sube igual al rabino y a Hitler.

Sistemas de salud como el que padecemos en Colombia nos han acostumbrado a la obscenidad de que un hospital rechace a un paciente si no tiene dinero o un seguro pagado que lo proteja: la sabia naturaleza hace añicos ese modelo, porque ante una pandemia no habrá peor negocio que no atender a los pacientes, por pobres que sean.

Es asombroso, pero al fin la enfermedad de los pobres es también un peligro para los ricos, y hasta a Donald Trump le conviene que los inmigrantes ilegales estén sanos.

Lo que estamos viviendo es terrible, pero dados sus índices de mortalidad y su lenta incubación sería más bien una advertencia, una enseñanza, y hasta puede tener consecuencias benéficas, la primera de las cuales podría ser que los Estados y los individuos les hagan caso a los expertos y surja el gran fondo planetario para la prevención, el manejo y el control de pandemias, que costará sin duda mucho menos que el colapso posible de la economía global, con fábricas cerradas, redes comerciales deshechas y consumidores inaccesibles.

Pero hay un efecto más de largo plazo que podría ser una bendición para el mundo, y es que la humanidad comprenda qué error profundo son las ciudades de 10 y de 20 y de 30 millones de habitantes. Esos termiteros, esas concentraciones, que son la felicidad de la industria, el éxtasis del comercio y el frenesí de los extractores de impuestos, son una trampa mortal para sus habitantes y son trituradoras de su felicidad.

La verdad es que hoy somos muchos, y es un desafío imperioso controlar la natalidad, pero si estuviéramos distribuidos de otra manera, y no nos comportáramos como saqueadores bárbaros con estas marejadas del consumo y estas erupciones de basura, el mundo casi ni nos sentiría. Una ciudad de dimensiones equilibradas puede ser una joya de cultura y de bienestar; una ciudad de 20 millones de pobladores, en cambio, es infernal para sus habitantes y para la naturaleza es una herida abierta.

Por lo pronto, esta segunda década del siglo XXI ya nos está dando campanazos de alerta frente a los absurdos ideales del desarrollo concebido como total industrialización, total automatización y total urbanización del mundo. Una naturaleza a la que estamos arrasando sin piedad y ante todo sin sensibilidad no deja de enviarnos sus señales délficas, sus lecciones y sus advertencias.

Quién iba a pensar que podría ser el exceso de compañía lo que nos precipite en el aislamiento, que la obligación de estar juntos nos haría entender los beneficios de la soledad. Y quién iba a imaginar que podrían ser los virus los que rediseñen nuestro habitar urbano.

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