De aves y sueños

Weildler Guerra
18 de agosto de 2018 - 05:00 a. m.

La primera impresión que sentí al ver la cinta Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, fue la de un fuerte estremecimiento anímico del que tardé horas en reponerme. La llamada época de la “bonanza marimbera” perdura en la memoria emocional de quienes la vivimos, como las marcas que deja un tornado social devastador o los desajustes causados por un remolino de arena en el desierto cuya violencia estremeció los pilares y el entramado normativo de una sociedad en la que existen reglas más antiguas y dotadas de un ámbito geográfico más extenso que los límites de la propia República de Colombia.

La estructura narrativa busca asemejarse a los cantos llamados Jayeechi entre los wayuu. Estos son cantos indígenas que recogen vivencias individuales o grupales de variada índole y extensión, que se acuñan en la memoria oral apelando a recursos retóricos reiterativos y empleando un marco estético tradicional. Los más memorables de ellos pueden ser de carácter épico. Así, la historia se inicia y culmina en la voz de un reconocido especialista, como lo es Sergio Cohen.

Las aves no sólo dan el título a esta filmación, sino que están presentes con el henchido y específico simbolismo que le otorgan los wayuu. Aves agoreras que anuncian la muerte o la guerra. Alcaravanes que siguen o prefiguran la tragedia. Aves como Yorija, el pelícano, que marchan en formación en el cielo bajo el potencial ataque de la estrella mitológica llamada Simiriyuu, que les arroja piojos y vientos en su condición de ancestral adversaria. Son señales que puede leer claramente un espectador indígena. Por otro lado, las vidas de los protagonistas están, de alguna manera, gobernadas por Lapu, el sueño, cuyas interpretaciones tienen un carácter mandatorio entre los wayuu y sirven de puente comunicador con plantas, animales y otros seres del mundo-otro, como los muertos.

La cinta se inicia con un ritual de paso de Zaida, una joven indígena, y luego registra ritos de aspersión y de descontaminación a los que son sometidos tanto los homicidas como aquellos que manipulan los restos óseos y la carne de los parientes fallecidos. Estos rituales han marcado durante siglos el calendario social wayuu, cuyos hitos más relevantes no son tanto las estaciones festivas sino los conflictos, los matrimonios y los funerales.

La cinta puede ser controversial en la medida en la que la juzguemos sólo por su rigor etnográfico o por la preservación de la imagen del buen salvaje. Sin embargo, al igual que en la literatura y el arte, debemos partir de la libertad del guionista que puede, en algunas escenas, apartarse de la norma ideal y del canon normativo, como sucede en la cotidianidad de miles de seres humanos. Lo que pretende la cinta es ser una metáfora del efecto devastador del inicio del tráfico de narcóticos en nuestro país. Esta metáfora es más nítida y dolorosa si la percibimos desde el territorio y el universo social wayuu, un pueblo que ha ocupado históricamente una esquina del Caribe y de Suramérica.

wilderguerra@gmail.com

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