De cada embate, una oportunidad

Eduardo Barajas Sandoval
05 de marzo de 2019 - 05:00 a. m.

Las imágenes de construcciones improvisadas sobre las orillas de nuestros ríos, en peligro de ser afectadas por las crecientes, cuando no invadidas o arrastradas por sus aguas, no solo registran una tragedia humana evitable, sino la existencia de una tarea pendiente para todos los niveles de la organización estatal. También, un reto para la acción ciudadana.

El manejo de la ubicación y las exigencias sobre la calidad de los asentamientos humanos no son asuntos de técnicos aislados del mundo y dedicados a jugar con el destino de los demás. Tampoco son cuestiones para dejar en las manos de políticos improvisados en la materia, para su beneficio o el de sus amigos. Mucho menos deben ser juguete de acción burocrática de autoridades locales al servicio de intereses particulares o de causas ocultas.

Una de las obligaciones esenciales del ejercicio del gobierno, en todos sus niveles, y de la práctica de la gobernanza, que implica la contribución de muchos sectores, es la del ordenamiento del territorio. Si el ejercicio se hace bien, será posible mejorar los escenarios de la vida cotidiana de todos los habitantes del país y del funcionamiento armónico de la sociedad, de la economía y de un Estado de derecho.

Nuestra geografía, variada como pocas y también como pocas llena de riquezas de toda índole, ha visto surgir, de manera espontánea, desde antes de que existiera la república, centenares de asentamientos humanos en lugares de alto riesgo ante los embates de una naturaleza exuberante, maravillosa e impredecible. La formación de caseríos y aldeas en uno u otro lugar ha tomado formas irregulares, según la iniciativa de colonos, pescadores, mineros, comerciantes y emprendedores de todo tipo de actividades. También ha sido consecuencia del desalojo, el destierro y el olvido.

Vinculadas a la naturaleza, y dispuestas a sacar provecho de algún recurso natural, comenzando por el acceso al agua, se fueron formando comunidades que improvisaron refugios construidos en condiciones precarias, en muchos casos allí donde de pronto resultaba más peligroso establecerse. Luego concibieron sistemas de servicios improvisados y establecieron redes internas y de comunicación con aldeas y ciudades, con las que llegaron a conformar conjuntos de mutua, aunque limitada, racionalidad económica.

El Estado ha tratado de ir detrás de los hechos, y siempre ha llegado tarde. Claro, durante casi 200 años la responsabilidad del manejo de los asentamientos humanos no formaba parte del catálogo de sus obligaciones, que se reducían al ejercicio de la disciplina social, y cuando más a la práctica de una especie de caridad consistente en la apropiación de recursos que terminaban siendo objeto de la improvisación de la burocracia.

Una de las contribuciones más importantes de la Constitución de 1991 al avance de la institucionalidad, y de la búsqueda del bienestar de los habitantes del país, fue la previsión de que se dispusiera de un esquema normativo especial que le diera forma a un sistema de ordenamiento territorial, con obligaciones para todos los niveles de la acción del Estado. Aunque semejante avance sufrió por dos décadas las consecuencias de la ineptitud de la clase política y de la poca fuerza de los gobiernos, solo en 2011 el esperado marco normativo vio la luz.

Ahora, cuando nos acercamos a la primera década con las herramientas a la mano, y sin perjuicio de que en uno u otro lugar se hayan conseguido resultados alentadores, los hechos demuestran que estamos lejos de corregir, como deberíamos, problemas que amenazan con convertirse en catástrofes. Como si solamente la ocurrencia de ellas, y no una verdadera voluntad de acción, pudiese desencadenar acciones capaces de conjurar el peligro.

Basta con ver las fotografías de caseríos a la orilla de cualquiera de nuestros ríos más caudalosos, para advertir que estamos lejos de conseguir unos asentamientos humanos adecuados en lugares donde es urgente defender no solamente la vida sino la dignidad de nuestras comunidades. Ya con motivo de las inundaciones de hace unos años, consecuencia del desbordamiento del Magdalena y otros ríos, parece haberse perdido la oportunidad de replantear el tejido de los asentamientos humanos en la llanura de nuestra costa Atlántica. Si nuestro liderazgo fuese visionario, no habría bastado con irrigar un poco de recursos para que cada quien hiciera por ahí lo posible, sino que una enorme extensión de nuestro territorio habría podido tomar una forma diferente.

Cada embate de la naturaleza debería ser aprovechado como una oportunidad. Y la respuesta no se debe confinar de manera aislada a municipios aislados que no tienen, porque no les queda fácil tener, una visión de conjunto sobre las mejores decisiones respecto del uso del suelo y el acceso a actividades económicas en condiciones de seguridad que no dependen de ellos.

La nación y los departamentos pueden tener, en cambio, una visión de conjunto que les permite precisamente ver más allá de la perspectiva y el interés local, que hay que respetar, pero cuya realidad se puede leer con mejor perspectiva, al tiempo que los eventos se pueden prever en condiciones de mayor acierto y seguridad. A lo anterior es preciso agregar que las redes que unen a los asentamientos y les permiten ser complementarios se pueden articular al conjunto de la economía nacional solamente con una visión de conjunto que es responsabilidad del Estado.

Ante la realidad precaria de nuestro paisaje de riesgos, que en medio de su exuberancia difiere del que vemos desde los helicópteros que sobrevuelan los campos de otros países con motivo de la transmisión de carreras de bicicletas, conviene que, con motivo de las elecciones municipales y departamentales que se avecinan, el tema del ordenamiento territorial pase a ser una prioridad. También será útil observar con atención los propósitos que sobre el particular contenga el Plan de Desarrollo que se ha sometido a consideración del Congreso nacional.

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