De la cauchera a los derechos de los animales

Humberto de la Calle
15 de diciembre de 2019 - 05:00 a. m.

Tuve muy poca fortuna con un reciente tuit. A los consabidos insultos no vale responder, porque sus autores son bots artificiales (¿para qué discutir?) o son fanáticos (¿para qué discutir?). Pero quizá no tuve en cuenta que el tuit no es el terreno de la metáfora.

Apelé primero a la frase de Clinton: “Es la economía, stupids”. Usé el plural porque es muy buena parte del establecimiento la que no entiende que la agitación reciente corresponde, en gran medida, al nacimiento de una nueva cultura. Al lado de expresiones sindicales clásicas, jóvenes en marchas multitudinarias, creativas, ingeniosas y persistentes han transmitido un mensaje de insatisfacción. Algunos son temas obvios como acceso a la educación, empleo e inequidad. Otros corresponden a ciertas lacras: corrupción metastásica y violencia. Pero creo que hay un tejido profundo que se relaciona con la irrupción del cambio climático. Estos jóvenes configuran la generación del miedo. Si el existencialismo se nutrió del temor a la bomba atómica, ahora es la desaparición de la casa común.

“El cambio climático es una de las pocas teorías científicas que nos llevan a examinar todas las bases de la sociedad moderna” (Mark Maslin). El cambio climático desafía las nociones de Estado nacional, gobernanza mundial, crecimiento económico, pobreza, sostenibilidad, prevención de riesgos y destino de la humanidad.

Cuando afirmé que los jóvenes de los 50 usaban caucheras para matar pajaritos y que ahora en cambio piden la prohibición de las corridas y proclaman los derechos de los animales, muchos se burlaron. Creyeron que yo estaba desvariando. No. Es en serio. Es una nueva cultura, dije, y lo reafirmo. Muchos de esos jóvenes, a las preocupaciones de pan coger, suman una visión distinta de la vida. Les perturba un entorno de alta competencia. ¿Para qué? Simplemente para consumir más, para alienarse más, para perder un sentido de realización íntima que escape del torbellino y la masificación de lo que se llama la vida moderna.

Hasta ahora, entonces, hay una lectura fallida de las movilizaciones. Repudiamos el vandalismo y la violencia. La de ambos lados. Hay inaceptables agresiones a la fuerza pública. Pero por otro lado ya es indiscutible que los abusos policiales no son descarrilamientos ocasionales. Desde cuando en esta columna denunciamos la guerra de las empanadas a hoy, vemos que se ha configurado una doctrina policial que rompe los protocolos de la noción genuina de policía. Que si bien no puede ser inerme, sí se basa en la protección y no en la agresión. La policía está en la base del Estado civilizado. El uso de carros sin distintivos para apresar marchantes tiene un tinte ominoso. Y la policía destruyendo pasacalles y borrando consignas ya pasa de lo ominoso a lo siniestro. Lo que está en juego es la destrucción del pluralismo. Son dos deseos radicales desde orillas aparentemente opuestas, que se contraponen al pluralismo. ¿Podemos convivir en medio de las diferencias aunque eso signifique reconocer imperfecciones y errores? ¿O aspiramos a la utópica sociedad homogénea, que repudia las divergencias y que pretende imponer un orden supremo que, en el delirio del mito, se cree perfecto y redentor? Las uñas del autoritarismo están ahí. Cuidado.

Coda. Esta columna no saldrá en los próximos días.

 

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