De la derecha a la derechona

Humberto de la Calle
13 de octubre de 2019 - 05:00 a. m.

Colombia logró durante décadas un arreglo político basado en un predominio de fuerzas de centro, una derecha racional y ciertos tintes de izquierda no radical. Eso permitió un manejo económico sostenido y ortodoxo. Estuvimos ajenos a las turbulencias populistas, lo que permitió un alto grado de estabilidad. El pecado central de este esquema fue el manifiesto descuido del sensible problema de la inequidad. Con el paso del tiempo se intensificó la lucha contra la pobreza, pero eso es cosa distinta. Son conceptos diferentes. Seguimos atormentados por el índice Gini y la idea elitista y centralista de que “lo nacional” se juega exclusivamente en el canapé republicano.

Era también la época en la que el populismo estaba confinado a fuerzas de izquierda sin verdadero poder político.

Pero, ¿qué era la derecha de aquel entonces? En los alrededores del Frente Nacional, mis compañeros laureanistas y alzatistas habían abandonado la mayoría de las actitudes belicosas del pasado. La derecha giraba en torno al orden y la autoridad, las buenas costumbres, el imperio de la ley así ésta fuese ciegamente injusta, un fuerte acento católico y un miedo/pánico a toda desviación en la identidad sexual y en el debilitamiento de la pareja tradicional.

Pero lo que estamos viendo ahora es una bifurcación: subsiste una derecha moderada, pero sin rumbo, porque su territorio ha sido ocupado por la derechona, nombre que usan los españoles para referirse a una vena extremista que hace presencia en el Congreso y en el Gobierno y que pone en jaque el imperio del Estado de derecho.

Un primer paso es el llamado Estado de opinión. Es el cesarismo. La apelación emocional al bonapartismo. Es una supuesta democracia para el pueblo, pero sin pueblo, que se aglutina alrededor de un líder carismático que no oye sino que induce, que no pide reflexión, sino que va directo a las circunvoluciones primitivas para gobernar según su albedrío. Allí conjuga el populismo punitivo, la creación de fantasmas para conducir a la comunidad, como se hacía con los niños amenazándolos con la patasola. Para eso hay que pasar por la destrucción de la separación de poderes. A la tarea del desprestigio sincrónico de las cortes se suma la idea de destruir las sentencias de la Corte vía referendo, lo que equivale a destruir la idea misma de una corte guardiana de la Constitución y, por ende, la anulación de la Constitución, que se ve diluida frente al poder del caudillo.

Si algo faltara, ahora el populismo trasladó su residencia a la derecha radical. Primas especiales, rebaja de impuestos a los ricos, maquillaje fiscal.

Más o menos esto podría corresponder al ejercicio de la discusión política. Pero esa derecha racional ahora se ve colonizada, o al menos arrinconada, por la ramplonería, el insulto, el discurso violento, el ataque a la yugular del pluralismo y la ferocidad sin límite. No caigo en la injusticia de atribuir todos los desmanes recientes al Gobierno actual. Pero sí es cierto que se ha creado un clima que ha conducido al renacimiento de formas de violencia tenebrosas. La muerte de líderes sociales. Y ahora, ya vamos en el atentado a la sede el Partido Comunista y la Unión Patriótica. Alguien debe controlar estos brotes. El presidente es el llamado a hacerlo. Le toca pasar del lenguaje moderado a la toma de la conducción efectiva de su partido antes de que sea tarde.

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