De la hegemonía al péndulo

Santiago Villa
12 de junio de 2018 - 02:00 a. m.

El término "castrochavismo" le está haciendo tanto daño a la democracia colombiana como el resentimiento hacia los guerrilleros que se desmovilizan para participar en política.

Hay un miedo desmesurado a la izquierda (no digamos ya al socialismo) y una tendencia por parte del electorado a tolerar la corrupción y el clientelismo, porque se consideran males menores en comparación a la izquierda o todo lo que se le parezca. ¿Qué se le parece? Quizás aquello que no es corrupto y clientelista. Lo peor se define en contraposición a lo malo, y lo malo es lo familiar. Es una lógica barroca.

La magia del "statu quo" en Colombia ha sido hacerle creer al electorado que es indispensable para la estabilidad nacional. Que sin él Colombia se va al carajo, porque la mierda será tal pero al menos es calientita, y qué susto le tenemos al frío, a la intemperie, al cambio. 

Y esta lógica quizás no cambie con estas elecciones, como no cambió en el 2010, cuando el candidato "antiestablecimiento" fue Antanas Mockus; o como no cambió en el 2006, cuando fue Carlos Gaviria. Quizás cambie en el 2022. Quizás no. 

Pero cuando esto suceda, cuando Colombia se decida a tener un presidente que no sea del "statu quo", el país no se va a transformar de la forma como prometen los candidatos "antiestablecimiento". No se van a partir en dos las aguas de la historia, porque cuatro años más tarde habrá elecciones y tal vez las pierdan.

Pasaremos, sin embargo, a la lógica pendular que se da en las democracias más maduras (¿menos violentas?, ¿con mayores niveles de educación?, ¿con menores índices de corrupción?). A la rotación del poder entre candidatos cercanos a las clases políticas tradicionales y los candidatos que están alejados de ellas. Entre los candidatos de izquierda y los de derecha. Habrá transiciones.

La enemistad personal entre Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos nos ha hecho pensar que hubo una ruptura entre ambos gobiernos, pero no, fueron más fuertes las continuidades. Santos fue sin duda un gobierno menos conservador, pero Santos fue el más importante funcionario del gobierno de Uribe, y los líderes del proceso de paz fueron los arquitectos de la política de seguridad democrática de Uribe. El proceso de paz que culminó en el 2016 no fue una ruptura con la política de seguridad de Uribe, sino su conclusión natural. 

La historia colombiana es amarga y por eso a menudo su interpretación hiere algunos ideales éticos. No me gusta Álvaro Uribe, pero su gobierno fue crucial para acabar con los ejércitos paramilitares y con las Farc. A pesar de los excesos cumplió su propósito. Quizás porque sólo el padre puede desheredar al hijo.

Algo parecido puede decirse de Santos. Esto, por supuesto, no disculpa aquellos excesos. Las alianzas criminales con delincuentes. La complacencia aberrante hacia las ejecuciones extrajudiciales y los militares que cometieron delitos de lesa humanidad. Esas son contradicciones que no tienen una fácil solución filosófica, pero sí legal. Tienen que resolverse en los tribunales. Para eso, precisamente, es la Jurisdicción Especial para la Paz.

En retrospectiva, ¿fueron necesarios estos 16 años de gobiernos militaristas de derecha para acabar con los paramilitares y las Farc como guerrilla? Es una pregunta gorda.  

Pero divago. 

Las elecciones del domingo nos enfrentan a una decisión entre dos opciones (y el voto en blanco no es escoger una opción, sino decir que se está aplazando la participación). Una victoria de Gustavo Petro no impondrá una dictadura de izquierda ni la gran transformación que él promete, pero traerá otros énfasis. Estos cambios de énfasis son muy sanos en una democracia.

A Iván Duque lo conocemos. Será la continuidad de los últimos 20 años, pues considero que Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos tienen más similitudes que diferencias. No en vano han trabajado tan bien juntos. Pero digamos que será sólo la continuidad de 16 años de esa torta de mermelada que se llama a sí misma la "Unidad Nacional", y cuyo mérito, lo repito, fue acabar con el conflicto armado.  

Si el movimiento del voto en blanco madurase hacia una opción de "centro" con partidos y carácter propio (entiendo al "centro" como una derecha económica mezclada con liberalismo de costumbres, a la manera del Partido Demócrata estadounidense), y la izquierda se mantuviese con los liderazgos visibles que la han caracterizado, en lugar de hacer curiosas alianzas como la Coalición Colombia, que se desintegró de un soplo como diente de león, tendríamos tres opciones ideológicas claras –o más, pues entre ellas hay matices–, entre las que se rotaría el poder según las preferencias del electorado.

Esperemos que el próximo domingo empiece este movimiento pendular. Y si no, que sea en el 2022. El cambio verdadero, en todo caso, no hay que buscarlo en las promesas de los candidatos, que a menudo quedan frustradas, sino en la transición hacia una democracia dinámica. 

Twitter: @santiagovillach 

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