De lesbianas y prostitutas

Mauricio Rubio
31 de agosto de 2017 - 02:30 a. m.

Regular cualquier mercado exige entenderlo. Ese requisito elemental no se cumple con la prostitución en el país para contrarrestar la presión abolicionista internacional.

A principios de los 80 un estudio comparó parejas con diferentes orientaciones sexuales y encontró que las lesbianas tenían relaciones con menor frecuencia que los demás grupos. Varios artículos mencionaron parejas femeninas que, con el tiempo, abandonaban la actividad sexual. Trabajos históricos, como el libro Boston Marriages, recordaron épocas con relaciones románticas sin sexo entre mujeres. Se acuñó la frase lesbian bed death (muerte de la cama lésbica) que fue objeto de críticas, burlas e intenso debate. Se propusieron dos explicaciones. Una, que las lesbianas seguían padeciendo el condicionamiento de su sexualidad, con énfasis en la maternidad y la crianza, que se reforzaba con dos de ellas juntas. En el otro extremo, se anotó que en las parejas lesbianas la verdadera sexualidad femenina por fin se podía manifestar: “Tienen sexo con la frecuencia que tendrían las demás mujeres si pudieran salirse con la suya”.

El concepto lesbian bed death fue criticado por patológico y heterosexista. Se señaló la inconveniencia de limitar lo sexual a las relaciones con contacto genital conducentes al orgasmo y se propuso incluir acercamientos o caricias mutuas y otras manifestaciones de afecto. Se descartó la frecuencia como indicador de salud sexual de una relación, enfatizando que las lesbianas gastan más tiempo en los preparativos y los encuentros que las parejas heterosexuales. Algunas feministas cuestionaron la idea misma de que el sexo es un componente necesario de una relación sana; sugirieron que en algunos romances entre mujeres podría ser redundante. Puesto que la discusión tuvo lugar en EE. UU., donde la prostitución es ilegal, quedó silenciado el papel de las lesbianas en el mercado del sexo, fenómeno que llamó la atención de los higienistas del siglo XIX y que también desafía la universalidad de la coerción y el sometimiento: son mujeres que deciden no sólo participar sino rentabilizar su orientación sexual.

También en los 80, Helí Alzate y María Ladi Londoño, sexólogos colombianos más reconocidos en el exterior que en su tierra, encontraron experimentalmente que un grupo de prostitutas tenía mayor facilidad para llegar al orgasmo que otro de feministas. En las condiciones menos favorables y románticas imaginables —en un consultorio, con testigos, manualmente y sin preámbulos— las primeras mostraron no tener problemas para, literalmente, gozarse la sesión, algunas con repetición, mientras las segundas apenas la soportaron como una experiencia para reflexionar sobre su sexualidad.

Este resultado casi accidental de una investigación sobre el orgasmo femenino, publicada en prestigiosos journals, es pertinente para otra crítica a la propuesta de Clara Rojas de multar la compra de sexo como en algunos países de Europa. Lo que sugiere el experimento de nuestros más prestantes sexólogos, y corrobora la opacidad, hipocresía y casi mala fe de algunos argumentos contra la prostitución, es que en esa discusión está mal representada la población supuestamente beneficiaria de la ilegalización, cuya vocería ha sido apropiada por quienes muestran no comprenderla, ni compartir su sexualidad, ni sus gustos, ni sus prioridades, ni sus necesidades. No deberían buscar intervenir un oficio quienes rehúsan observarlo, entenderlo y analizarlo, que lo consideran indigno, lo rechazan por principio y pretenden erradicarlo sin preocuparse por las consecuencias. Pocas veces se ha desatendido de manera tan flagrante la voz de mujeres declaradas víctimas.

Convencidas de que cualquier hombre es un violador potencial, con una sexualidad radicalmente distinta a la de las prostitutas, algunas de ellas lesbianas, de pronto con cama muerta, las feministas que buscan abolir el mercado del sexo constituyen un despropósito equivalente a unos homófobos legislando sobre matrimonio gay, o a delegar la regulación del paracaidismo, la escalada y demás deportes de alto riesgo en personas cuyo fin de semana típico sea quedarse en casa cocinando, leyendo, viendo T.V. o jugando cartas en familia. Su único y obsesivo reflejo será prohibir cuanto antes esas actividades con argumentos bien simples: les disgustan y son peligrosas. No tendrán voluntad ni capacidad para identificar su razón de ser, sus complejidades, matices y eventuales beneficios, que siempre los hay. Defenderán sin mayor evidencia la falacia de que ahí no puede haber gusto, ni placer, sino sometimiento y coerción.

Desde la otra orilla, la del trabajo sexual, se defiende una tesis también insólita y contraria a la evidencia: que se trata de un oficio como cualquier otro. Una secuela lamentable de la falta de pragmatismo para analizar el mercado del sexo en Colombia es no poder entender por qué una actividad supuestamente dañina, riesgosa y degradante atrae practicantes cada vez menores, de clase media o alta, incluso con buena educación. La reflexión sobre la prostitución, que exige regulación no solo laboral, debe empezar por ahí, por el principio. 

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