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De magia e invención

Cristina de la Torre
17 de marzo de 2009 - 04:00 a. m.

NO SOMOS ALEMANIA. NI COREA, NI Brasil. En esos países, el uso intensivo del conocimiento obedece a planes industriales de largo aliento.

Nosotros, en cambio, más inclinados al pensamiento mágico, creemos que la ley induce, por sí sola, el desarrollo. Francisco Miranda, director de Colciencias y uno de los gestores de la Ley de Ciencia y Tecnología, confía en que ella llegue a cambiar el modelo productivo.

Pero en Colombia, dos realidades de bulto conspiran contra tan elevada aspiración. Para comenzar, esta ley no llenará el vacío de un Estado que renunció a pensar, planificar y dirigir el desarrollo. Así se mejore el estatus institucional de Colciencias y se le prometan más recursos. El hecho es que no se le ha definido presupuesto; y el fondo pensado para recibir aportes privados es un fondo sin fondos. Cabe conjeturar que hay aquí más alarde del alto Gobierno que genuina intención de morderle recursos a Familias en Acción o a las Fuerzas Militares, para destinarlos a la ciencia.

El otro escollo es la educación. La calidad de nuestra educación en todos los niveles es deplorable. Gana en extensión pero no penetra en profundidad. Nuestras universidades ni siquiera se mencionan cuando de jerarquizarlas en el mundo se trata. Se crean doctorados, sí, pero casi ninguno alcanza nivel de excelencia. Y los profesionales colombianos que se especializan en el exterior, pragmáticos al fin, prefieren el exilio a la remuneración que aquí se les ofrece. Como en los países más atrasados, en Colombia muchos consideran todavía que “investigar es botar la plata”.

Rodolfo Llinás invita a trastocar la relación entre educación, ciencia y desarrollo. Y arranca con lo primero: no se educa para saber cosas sino para entenderlas. Para situar lo sabido en un “árbol mental” que reúna e integre el conocimiento; en una concepción general que le dé sentido y justiprecie el conocimiento especializado. Alarmado debió quedarse con los resultados del concurso de cuento que promovió el Ministerio de Educación: los estudiantes ensayan oraciones simples, pero “no desarrollan ideas compuestas y por lo tanto no elaboran párrafos con cohesión ni unidad de sentido”. Pues también para hacer ciencia, entenderla y consumirla, hay que revolucionar la educación.

Se calcula que si el país aspira a aplicar la ciencia al desarrollo, debería tener hoy 44 mil científicos y técnicos. Sólo tiene 2.400 doctores. Hace unos años, América Latina aportaba apenas el 1% de los científicos al mundo; y, de aquellos, colombianos no eran sino el 1%. En los países más avanzados, la ciencia ocupa primerísimo lugar en la planificación económica y social, pues la hegemonía en el mundo se definirá cada vez menos por la guerra que por la invención. Así lo entendió Brasil: en diez años, triplicó sus exportaciones y redujo significativamente la pobreza. Entre nosotros —¡horror!— la guerra absorbe casi la mitad del presupuesto nacional. De 55 billones que el Gobierno “presupuestó” en enero dizque para reactivar la economía, míseros 200 mil millones eran para educación.

Librada a su suerte; sin un proyecto histórico que le dé vida; en la displicencia de una clase “dirigente” angurriosa y sin patria; sola, abandonada y pobre, nos tememos que aquí el papel de la ciencia seguirá siendo lánguido. Otra frustración monumental, aun para el propio director de Colciencias. A no ser que el Estado recupere su función planificadora en perspectiva de industrialización. Entonces esta ley desplegaría todo su potencial. Más allá del efecto fugaz de la ilusión, pues invención no es magia.

 

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