De regreso al colegio

Sergio Otálora Montenegro
03 de noviembre de 2018 - 05:00 a. m.

“Son 40 años, usted tiene que venir”, me dijo Jerry con ese dejo que siempre ha tenido mitad de Ocaña, mitad de Pensacola, en Florida, donde vivió su infancia, y ahora algo de New Haven, donde es un notable investigador y profesor de psiquiatría especializado en conductas adictivas.

Nos conocimos en 1973 cuando él y yo, y los otros que estarán celebrando este 3 de noviembre cuatro décadas de haber salido del San Viator, nos perdíamos todos los días en ese punto en medio de la sabana glacial, que limitaba al oriente con las montañas majestuosas que bordean la carrera séptima, al occidente con un campo abierto, al norte con un horizonte sin límite y al sur con un cementerio.

Bogotá ya era una ciudad amenazante, que se devoraba con las dentelladas temibles del bulldozer y de la M de Mazuera y otros “visionarios” lo que nos quedaba de la altiplanicie. Del antiguo tercer puente hacia el norte había vacas, neblina, desde la autopista se podía ver un castillo incrustado en el centro de la montaña, propiedad de un italiano. Había un par de colegios, antes del nuestro, un autódromo moribundo al que íbamos a la hora del almuerzo, de manera clandestina, escapados, a sentarnos en las graderías, o a caminar por la pista de carreras con la idea loca de que de pronto se nos podía aparecer Fitipaldi.

Tengo la imagen imborrable de la primera vez que llegué al colegio. Entré y lo primero que vi fue un espacio sin límite. Se oían los pájaros, olía a pino, y hacía mucho frío. Tenía 12 años, la primaria la había padecido en el Liceo de La Salle, un edificio al estilo de los panópticos, en el que los hermanos cristianos, con su disciplina para perros, podían controlar desde cualquier esquina los movimientos de sus estudiantes.

Aún queda algo de esa construcción, en la calle 60 con carrera quinta, apenas un vestigio no sólo de la arquitectura de principios del siglo XX, sino de un concepto de educación que se expresaba en esas cuatro paredes.

Era pasar, por lo tanto, de un lugar regimentado, repleto de prohibiciones, anticuado y con síntomas serios de decrepitud, a la sensación cierta de libertad. Dar el salto, en cuestión de 20 kilómetros, de la Edad Media a la modernidad.

Venía entonces de salones de clase con viejos pisos de madera, pupitres del siglo XIX, curas anticuados y profesores demasiado viejos (todos hombres) para educar a díscolos niños de primaria, donde había misa todos los viernes, sesiones solemnes con uniforme de gala, banda de guerra con muchachitos disfrazados de militares alemanes, pelo corto por obligación y un hastío temible que sólo se rompía por la magia de la calle, porque el liceo estaba conectado, a finales de los 60 y principios de los 70, con el llamado parque de los hippies. Bajábamos por toda la 60 hasta la 13, veíamos seres de otro planeta, hombres y mujeres con largas cabelleras, fumaban marihuana, era una promiscuidad de comercios: almacenes de zapatos, de vestidos, El Cisne, relojerías y el pasaje de los mechudos, donde vendían ropa para la nueva generación, esa que parecía que nunca iba a envejecer.

Venía entonces de ese mundo y de repente me tropecé con la diversidad: había tipos con barba y bigote, con el pelo que les llegaba hasta el hombro, eran los grandes, los de la segunda división, los de cuarto, quinto y sexto. Se vestían de diversas maneras, era un sistema muy distinto, con corredores llenos de “lockers” donde guardábamos los libros, porque cada hora de clase nos tocaba en un aula distinta.

El 20% de los estudiantes, de 500 que conformaban el colegio de ese entonces, eran becados por la comunidad viatoriana. Provenían de barrios populares. Era un complejo experimento de convivencia.

No había director de disciplina, ni manuales de conducta, y cuando el padre John A. Pisors asumió la rectoría del colegio, en 1974, quiso implantar un modelo de responsabilidad y de conciencia que en cierta forma no le funcionó: decidió que hubiera algunas clases con asistencia voluntaria de los alumnos de último año, pero era obvio que no estaban preparados para semejante papayazo. Él y otros hermanos y sacerdotes venían de la comunidad viatoriana de Chicago, que se estableció en Bogotá en 1963, año tal vez en el que también llegaron los Cuerpos de Paz.

Había otros curas de esa comunidad pero españoles, y otros de Buga, donde el colegio, años más tarde, construyó una segunda sede.

Existían niveles de inglés, el A para los bilingües, el B para los avanzados, y el C para quienes apenas empezaban a chapucear en el idioma. Pero ese concepto de niveles Pisors lo extendió a matemáticas y religión. Y esa sí fue una experiencia extraordinaria. Los “ateos” veían la doctrina social de la Iglesia, y los muy creyentes leían con el rector la Biblia, una especie de teología para principiantes. A pesar de ser un colegio católico en nuestra época no existía una iglesia gigante, sino una pequeña capilla donde había servicios religiosos para los que quisieran asistir. Y cuando había misa general, que se realizaba en el gimnasio, no era obligatoria la participación. Unos pocos se quedaban estudiando en la biblioteca, de pronto porque eran judíos, o simplemente no les interesaba. Y en los miércoles de ceniza pasaban los sacerdotes por las diferentes aulas y, para los que quisieran, no imponían la cruz en la frente, sino regaban una brizna en la cabeza del estudiante.

No había uniformes, hacíamos fila sólo a la hora del almuerzo o del recreo para comprar pasteles o arepas. La cafetería era una fiesta, un desorden del carajo, vital. La izada de la bandera no tenía mucho misterio, era un ritual semanal, con anuncios, a veces canciones o algún poema. Había mucho deporte, carreras a Los Arrayanes (hoy es un club), en ese entonces era el límite donde se acababa la carretera y empezaba la maleza. Las rivalidades con el San Carlos y con el Gimnasio Moderno, en fútbol y en baloncesto, eran proverbiales.

Organizábamos unas murgas que hicieron historia. Era un concurso musical, con diferentes géneros. Y había jurado y ganadores. También hubo la tragedia del consumo de droga, sobre todo de marihuana. Pisors habló con las familias afectadas, buscó por todos los medios tratar el problema sin la salida fácil de la expulsión. Pero sus buenas intenciones se estrellaron con la incomprensión de algunos padres de familia que querían mano dura.

Este sábado no estaré presente. Pero sé que mis hermanos de viaje estarán ahí, cazando en los meandros de la memoria todos esos momentos que se quedaron enredados en el alma. Entrarán a un espacio que con seguridad ha cambiado mucho. Estarán solos, se verán las caras de nuevo, las marcas inexorables del tiempo, el rumbo que cada uno tomó, sentir de nuevo esa extraña complicidad, una conexión especial, a pesar de que, por otra parte, cambian las maneras de pensar y de sentir.

Dicen que quieren volver a recordar la adolescencia, ese rescoldo de inocencia, de pequeñas y grandes turbulencias que nos determinaron para siempre. Yo creo que será una jornada inolvidable, de nostalgias y risas, y el recuerdo de quienes se fueron para siempre.

Y sin duda el presente es insoslayable. Es difícil no pensar en el escándalo de supuesto abuso sexual que ha sacudido a esa institución educativa. Parece increíble que el San Viator deba enfrentar una situación tan demoledora. Por mi parte, la única manera para despejar las dudas o desconfianzas es apoyar las investigaciones de las autoridades y tener el valor de aceptar los resultados y sus consecuencias.

Por ahora me quedo con las imágenes de mis viejos camaradas, de nuestros años de formación, cuando las horas pasaban con una lentitud exasperante, cómo era posible que entre lunes y viernes hubiera ese abismo de eternidad. El timbre sonaba y la horda salvaje corría frenética a abordar las diferentes rutas. Nuestro universo era algo muy sencillo, pero a la vuelta de la esquina ya nos esperaba, agazapado, un mundo demasiado caótico.

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