De regreso a lo esencial

Juan Manuel Ospina
09 de abril de 2020 - 05:00 a. m.

En estos momentos inéditos que compartimos los humanos, empezamos a comprender que con diferencias entre los países con sus culturas y organizaciones socioeconómicas específicas que la globalización no logró borrar, vivíamos en una burbuja global, en una irrealidad surgida y alimentada por una economía y una interacción aupada por el desborde de comunicaciones sociales generalmente al servicio de intereses económicos específicos y no colectivos. El mundo olvidó que la razón de ser de la brega económica eran las personas y la búsqueda de condiciones para garantizarles una vida digna y plena, aunque este fuera un objetivo no siempre alcanzado.

 Un comportamiento social y una economía en un mundo prisionero de un afán globalizador que pretendía borrar fronteras y negar las diferencias sociales, culturales, económicas entre personas y naciones, para generar una sociedad mundial cosmopolita de consumidores. En ese escenario producto de la creación y de los afanes humanos, la humanidad se entregó en el último medio siglo, al frenesí de una competencia por la competencia a cualquier costo, que sustituyó la tradicional lucha por la subsistencia, mandamiento básico del orden natural de la vida del cual hacemos parte, aunque en nuestra soberbia racionalista pretendamos negarlo. Por esa vía llegamos a una carrera desbocada en pos de lograr inmediatamente (en tiempo real como se dice ahora) la mayor utilidad posible, sin preocuparse por los medios siempre que fueran eficaces para el propósito, para mí propósito, otro mantra de esta época suicida.

 Una carrera frenética sin meta definida que desembocó en la crisis actual que se puede calificar como una de civilización que de tiempo atrás avanzaba destruyendo el entorno natural material en que se desenvuelve la vida, nuestra vida de humanos, así como el entorno natural social en que nos desarrollamos como seres sociales al permitirnos construir y alimentar las notas que nos caracterizan como personas y las relaciones que conforman nuestro entorno social, de solidaridad – una palabra que había desaparecido de nuestra cotidianidad -, de confianza y respeto, de cultivo de relaciones desinteresadas de afecto y de un sentido de cercanía, como vecinos y no como “forasteros”.

El estado de ánimo dominante era el estrés, el mal de la época. Ya no había un momento para el café, para la conversación tranquila entre amigos o en familia; para el gesto amable y desinteresado – porque sí, porque te quiero, porque te valoro -; todo se reducía a una realidad fría, afanada y efectiva; no había tiempo “para bobadas”.

Y esta megacrisis nos ha colocado en la senda de recuperar el sentido del tiempo para vivir y disfrutar la vida, y no solo para competir como autómatas. El poder sentirnos cómodos en nuestro pellejo y en nuestro mundo propio, alejado del falso mundo de relumbrones y estériles competencias. A tono con esos tiempos de competencia desenfrenada y de egoísmos ilimitados, la soberbia se convirtió en la actitud de moda.

Se fue imponiendo la idea y el modelo o estereotipo de individuos imbatibles, todopoderosos y sabelotodo, “sobrados” que no necesitaban de los demás ni debían pedir permiso. Sustituimos el disfrute de la naturaleza por su explotación inmisericorde con el mismo ritmo que le habíamos impuesto a nuestras vidas, en un avance incontenible hacia la nada, hacia un despeñadero que negábamos con la irracionalidad del que no quiere aceptar lo inaceptable.

Y de pronto una proteína activa y mutante, en cuestión de días y a escala mundial, nos hizo aterrizar de barriga en nuestra fragilidad como individuos y como especie, desnudando la triste y estúpida vanidad imperante; de un golpe certero el microscópico virus destronó a quienes se habían autoproclamado “amos y señores de la creación”. Ante esta escena con aires bíblicos, viene a la mente el gran Barba Jacob, “somos leves briznas al viento y al azar”.

La advertencia que nos hace la vida, la vapuleada naturaleza es para recordarnos que somos seres finitos, mortales, súbditos de las leyes de la naturaleza y no del capital. Es un mandato para, entre otras, reequilibrar lo individual y lo social, los propósitos personales y los colectivos, lo ambiental y lo humano, el mercado que responde por mis apetencias y el Estado que vela por el bien común al moderar lo individual y defender e impulsar lo colectivo. En una palabra, que reconozcamos que somos creaturas no dioses y que hacemos parte de un proceso esplendoroso que se nos ha dado, la vida, infinitamente superior a cualquier vanidad personal.

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