De sol a sol

Tatiana Acevedo Guerrero
15 de julio de 2018 - 02:00 a. m.

El barrio "subnormal" del que hablo aquí se pobló durante los 80 en una ciudad del Caribe. En el 2002, mientras su población aumentaba, la Alcaldía y el acueducto contrataron privados para construir un drenaje pluvial y reducir inundaciones. Cuando visité el barrio en 2014, observé el mentado drenaje: un canal de concreto que pasaba por la calle principal. Había sido una semana sin lluvias y se acumulaban algunas bolsas de plástico, agua sucia, hierbas y un paraguas. Al lado del desagüe, una tienda. “¿Has tenido algún problema con este canal de drenaje?”, le pregunté a la dueña, cuya residencia estaba detrás del mostrador. “Sí, muchas veces”, me respondió. “Cuando hay aguacero, se desborda. La basura de otros barrios termina acá. Ah, y mientras llueve, nadie viene a ayudarnos. Si hay un daño, se cae un poste o algo, llamamos a la empresa y esperamos y esperamos. ¿Qué más vamos a hacer? Sólo tenemos que estar preparados para no dejar que se entre el agua a la tienda”.

Días después visité otro desagüe, en un barrio de clase media alta de la misma ciudad. La infraestructura, encargada por la Alcaldía y el acueducto, consistía en una estructura subterránea de concreto que permitía al agua fluir por debajo de la carretera principal. Equipada con tres celdas, diseñadas para disminuir la velocidad de la lluvia mientras esta se derrama en otros vecindarios, la infraestructura sería invisible para los residentes. De acuerdo con el ingeniero a cargo del proyecto, las variaciones de diseño entre desagües en la ciudad son producto del valor de un determinado contrato de licitación pública (“Los ingenieros diseñan la infraestructura según el valor del contrato”).

Las diferencias entre desagües son evidencia de un interés desigual de parte del Estado. Aunque el municipio invirtió en infraestructura de drenaje en ambos barrios, las inversiones no fueron equivalentes e implicaron diseños diferentes. Uno más complejo y efectivo que el otro. Algo similar ocurrió con las redes eléctricas. Ambas redes están ligadas a la construcción de la marginalidad en la ciudad. En el caso de la electricidad, la regulación de la llamada subnormalidad (resolución CREG 120) estableció tarifas y penalidades. Como resultado, la población que vive en barrios sin los postes o cables apropiados acumula deudas de servicios públicos.

El barrio “subnormal” del que hablo aquí tiene aproximadamente 400 habitantes y está formado por parcelas (de máximo 100 metros cuadrados), que se vendieron por no más de $300.000 cada una. Las familias, con un promedio de cinco miembros, han hecho sus casas. La mayoría de hombres se rebuscan como vendedores ambulantes, mensajeros, zapateros, jardineros y obreros de construcción. Las mujeres trabajan como empleadas domésticas y vendedoras. Para 2014, sus residentes debían a Electricaribe $109 millones. Como consecuencia de esto, esta empresa tuvo que idear una estrategia para cobrar el pago de las facturas a través de talonarios con varios cupones con que las familias pueden depositar pagos diarios, según el rebusque.

A medida que el conflicto armado se extendió por el campo y paramilitares agarraron tierra a través de masacres, la vida urbana y periurbana cambió. Familias sin más opción, campesinos sin tierra, profesoras de escuela amenazadas y madres solteras empezando desde casi cero construyeron vecindarios e intentaron ganarse la vida en los llamados barrios subnormales. Al trabajar en la construcción, la seguridad, el trabajo doméstico y el cuidado de niños, estas comunidades no sólo viven en las ciudades de Colombia, sino que las hacen posibles.

En 2008, El Tiempo describió a la familia Cabrales, emparentada en matrimonio con Tomás Uribe Moreno, como “una de las más tradicionales de una villa colonial del sur de Bolívar (…) viven en un sector donde reside la crema y nata de este poblado. Viven cómodamente y disfrutan de una vida muy apegada a las viejas costumbres, en cierto modo heredadas de las que dejó la realeza española”.

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