Sombrero de mago

¿Decadencia o putrefacción?

Reinaldo Spitaletta
07 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

No sé si cabe el término decadencia para referirse a un país como Colombia que no ha tenido en su corta historia ningún apogeo lumínico, ni siquiera una marejada significativa de avances intelectuales, científicos, de amor por la cultura y las artes. Tal vez ha habido algunos ratos estelares, como, por ejemplo, los días de la Comisión Corográfica, las bibliotecas aldeanas, la instauración de archivos, la fundación de universidades públicas, la presencia dignificante de artistas, pero, en conjunto, hemos pertenecido más a la barbarie que a la civilización.

Decadencia, más bien —siguiendo un tanto a Spengler y su documentada obra La decadencia de Occidente, la “peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años”, al decir de Ortega y Gasset—, la tienen los países o culturas que han estado en el cénit. Y aportado a la humanidad. No pudiéramos decir, como lo vio Stefan Zweig en el caso de esa Europa agonizante que ya estaba contaminada por el fascismo y el nacionalsocialismo, que por estos lares de desolaciones pueda haber una decadencia cuando no ha habido intensidad en la llama de la vela.

Desde hace no sé cuánto somos un país en crisis. Un solar en disputa. Una especie de basural al que caen todas las miserias. Según Brecht, el mismo que incita al conocimiento y a las luchas por el estudio, “la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer”. Las mentalidades coloniales, o una buena dosis de ellas, sobreviven en un suelo “abonado” con sangre de distintas violencias y todavía parecemos no alcanzar la edad de la razón.

Qué razón puede haber, por mostrar solo una casuística que puede lindar con lo ridículo o con una perversidad del funcionario que la esgrime, en decir que un exmiliciano, al que lo torturan, le cortan el pene, le practican otras desvergonzadas agresiones, murió en un forcejeo con un suboficial. Lo ha dicho el mindefensa, un señor que no ha perdido la pinta de vendedor de carros y de alcohólico sin anonimato. Otro mindefensa, uno del gobierno anterior, había dicho que a los líderes sociales los asesinaban por “líos de faldas y de vecinos”.

Y el mismo mindefensa de la “regulación” de la protesta social, en un acto de encubrimiento de un crimen oficial, continuó con su perorata de desbarre, al tiempo que un oficial pedía perdón por la muerte del desmovilizado. No sabemos si es parte de la decadencia, o de una manera de ser oficiosa desde hace años, que hay que despojar a campesinos de sus parcelas, asesinar a quien defiende sus derechos, patrocinar la gran propiedad terrateniente, oponerse a las reformas agrarias, mantener un inequitativo statu quo

Quién sabe si es una expresión de la decadencia o, lo más probable, una forma inherente al ethos de un país en el cual en una batalla de 15 días murieron 15.000 combatientes a punta de machete y yatagán y donde hubo curas y otros jerarcas que “pulpitiaban” a la feligresía con dichos como “ser liberal es pecado”. Somos, en medio de la tragedia, y también de la risa que puede producir el tener una especie de presidente caricaturesco (como aquel que con escopetas de cacería y cabeza alicorada confundió a un mandatario francés con un carcamán hispánico) que sabe más de treintaiunas y “cabecitas” que de dignidad, que ante el patrón “supremacista” enmudeció ante las órdenes impartidas para proteger los intereses de la metrópoli en su “patio trasero”, somos, digo, un país fallido.

No sé si sea decadencia tener más “declamadores” que poetas. Pero sí es una constancia de nuestro descarrilamiento (ah, además es un país sin tren) el oponerse desde esferas de poder a la paz (o a su búsqueda). El mantener la corrupción oficial (también la privada) como un estandarte, una manifestación esencial de nuestros procederes para el desfalco, para hacer “política”, para feriar lo público y subastar la ética.

Lo viejo, el establecimiento, los privilegios de minorías, las exclusividades de un club que hace dos centurias se pone de ruana el paisito, no termina. Está vencido (como un pan mohoso), obsoleto, pero lo nuevo todavía es incipiente, no “acaba de nacer”. Porque, además, lo combaten a bala (“plomo es lo que hay”) o con distintas represiones. Con engaños y demagogias. Con el ejercicio cotidiano de la mentira, tan difundida en los medios masivos de información.

Quizá, como en una novela de Orwell, en este país de fracturas y despropósitos, la “guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza”. Somos una distopía. Una mala película del Oeste. La vulgaridad de los dueños del corral, de un feudo hediondo. ¿Decadencia? Más bien, incivilización. Podredumbre.

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