En círculos de debate sobre políticas públicas ha hecho carrera la idea de que los problemas sociales pueden estar directa o indirectamente relacionados con lo que expertos llaman el “comportamiento humano”. Se habla entonces del papel vital que pueden jugar intervenciones de cambio de comportamiento en áreas como la salud o el medio ambiente, y gobiernos en todas partes han convidado a investigadores de ciencias del comportamiento, como la economía y la psicología, a participar en la hechura de las políticas públicas.
Mientras en otros períodos se vio a los ciudadanos como tomadores de decisiones transparentes que se comportan de manera racional, desde hace algunas décadas muchos argumentan que el modelo económico estándar del comportamiento humano es impreciso, ya que se basaba en la idea de que los humanos exhiben racionalidad y racionalidad ilimitada. Por su parte, los profetas del cambio conductual (o cambio en la cultura ciudadana) afirman que los individuos están equipados con una racionalidad limitada. Explican entonces que los patrones de toma de decisiones desafortunados son el resultado de la racionalidad limitada, los prejuicios y los hábitos. Y que a quienes exhiban comportamientos individuales negativos (fumar, emborracharse, comer dulces) se les puede “empujar” hacia un mejor proceder. Esto, dicen las ciencias del comportamiento, se puede hacer incorporando conocimientos conductuales sobre el tipo de límites, prejuicios y hábitos que rodean ese comportamiento. En el caso del tabaco, por ejemplo, la política pública inspirada por propósitos de cambio conductual hizo que se incluyeran imágenes explícitas y advertencias como “fumar mata” en todos los paquetes de cigarrillos vendidos en todos los países de la Unión Europea.
En Colombia, muchas campañas han intentado incentivar cambios en los comportamientos con relación al ahorro de energía o agua. En las últimas tres décadas toda una tradición mockusiana de creación de una “cultura ciudadana” desplegó además recursos para que los ciudadanos decidieran, individualmente, cambiar sus formas de hacer (y pensar) las cosas. “Está en tus manos”, rezan las iniciativas. En tus manos está cruzar por la cebra y mejorar el tráfico, no recolectar agua y prevenir el dengue, evitar la gaseosa y combatir la gordura. También, uno a una, tenemos hoy en nuestras manos la responsabilidad de contrarrestar la pandemia: hay que quedarse en la casa, usar tapabocas y extremar todo tipo de medidas higiénicas.
En este contexto, vale la pena enfatizar en los límites de estas consignas y campañas de promoción de culturas que prometen mejores ciudadanos. En áreas como la salud pública, por ejemplo, se han apoyado en medidas poco transparentes que terminan transfiriendo responsabilidades a las comunidades, dejando sin piso la promesa de un Estado con cierta capacidad. El resultado ha sido un enfoque creciente en la promoción del cambio de comportamientos individuales (acompañado por la asignación de responsabilidades): se enfermó por el tabaco, el alcohol, la comida rápida o porque tomó la decisión de ir a un centro comercial. Al centrarse estrictamente en las decisiones de estilo de vida individuales, la promoción de la salud deja de lado los determinantes socioeconómicos más amplios.
Los formuladores de políticas pueden estar motivados por el hecho de que las intervenciones de salud que se centran en los riesgos del estilo de vida individual pueden ser más baratas y fáciles de implementar que las políticas estructurales coordinadas por el Estado, necesarias para abordar la desigualdad y la pobreza. Si bien la formación de nuevos hábitos está en marcha (el lavado de manos, el uso de tapabocas, mantener un bajo perfil en la Navidad), políticas como la introducción de un mínimo vital de agua (así se pueden extremar medidas higiénicas) y la creación de una renta básica (así es más fácil quedarse en casa) deben pasar a un primer plano.