Defensa de la sociedad abierta

Santiago Montenegro
11 de noviembre de 2019 - 05:00 a. m.

Desde tiempos inmemoriales, y hasta hace algo más de dos siglos, se concibió al ser humano como una partícula inmersa en una colectividad, con una posición social inamovible y con un telos imposible de abandonar o de modificar. Contra esa concepción, Immanuel Kant planteó un ideal de la persona humana como un ser autónomo y responsable de sus actos, liberado de rémoras medievales que seguían supeditándolo a instancias divinas, al mandato de un señor feudal, de un jefe tribal o de un cura. “El ser humano en sí es el creador original de todas sus representaciones y conceptos y debe ser el único autor de todas sus acciones”, dijo. Al ponderar esa concepción del individuo, el maestro de Königsberg también planteó los principios de los derechos humanos fundamentales cuando, en su segundo imperativo categórico, afirmó: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu propia persona como en la de los demás, siempre y al mismo tiempo, como un fin y nunca solo como un medio”. Y, al formular la autonomía del individuo, también expuso el límite de su libertad: “Soy libre hasta que encuentro como límite la libertad del otro”. Este cambio radical en la concepción del ser humano fue determinante para inaugurar una era que en Occidente se ha denominado la modernidad o la sociedad abierta. Bajo esa nueva concepción se comenzó a romper la estratificación social, la sujeción de unas personas a otras en razón de su posición social, su apellido, color de piel o género. Los seres humanos se igualaron, al menos en principio, como poseedores de unos derechos universales y, al crearse un ámbito que le pertenece solo a la persona, se hizo posible la libertad, primero de coacción y, crecientemente, como capacidad para poder realizar planes de vida, para poder viajar o consumir. La modernidad también creó un mecanismo mediante el cual los individuos, ahora ciudadanos, se comprometen a adoptar las decisiones públicas basadas en reglas previamente consensuadas, lo que llamamos democracia. Pero todo lo anterior no hubiese sido posible sin que los humanos eliminasen el miedo a la violencia de los otros gracias a una entidad en la que se depositó el monopolio de la fuerza legítima: el Estado. Y, no menos importante, todos los bienes morales y materiales que produjo la modernidad solo fueron posibles por el creciente papel de la economía de mercado, elemento crucial para que las sociedades de Occidente alcanzasen un nivel de bienestar jamás imaginado en la historia de la humanidad.

No sobra recordar que, al ser una creación humana, la modernidad y sus bienes materiales y morales, especialmente la libertad, no están garantizados. Siempre ha tenido sus enemigos: el comunismo, el fascismo, el nazismo y, en nuestro vecindario, la dictadura chavista. En una época en que prolifera el populismo, se debilita el multilateralismo y se ataca a la democracia liberal y a la economía de mercado, es menester recordar y enfatizar en Colombia estos conceptos centrales en los que se fundamentan nuestras instituciones. Conscientes de que debemos corregir muchas de sus falencias y debilidades, no podemos bajar la guardia frente a quienes quieren retornarnos a un nuevo medioevo de seres humanos esclavos y subordinados, tutelados por autócratas que se perpetúan mediante el fraude electoral, que exilian a millones de sus compatriotas, que ejecutan extrajudicialmente a quienes disienten y destruyen la economía de mercado.

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