Defensa de los generalistas

César Rodríguez Garavito
07 de junio de 2019 - 05:00 a. m.

Los padres de familia tienen la misma tentación que los profesores universitarios. Unos y otros solemos creer que el mejor camino educativo para los hijos o los estudiantes es la especialización. El resultado son las escuelas de fútbol donde niños que apenas han dejando de gatear aprenden a patear pelota. O las rígidas carreras universitarias donde obligamos prematuramente a los adolescentes, que aún andan buscándose a sí mismos, a encontrarse dentro de la camisa de fuerza de una disciplina.

Los especialistas han sido celebrados por toda una serie de estudios sobre la excelencia profesional. Autores como Malcolm Gladwell popularizaron la idea de “las 10.000 horas” de práctica, que supuestamente serían necesarias para alcanzar el máximo nivel en un oficio, desde tocar un instrumento como un prodigio hasta jugar golf como Tiger Woods. Si se hacen las cuentas, la forma de acumular esas horas es comenzar tan temprano como Woods, que aprendió a balancear un palo de golf antes que a caminar.

Entre tanto, quienes picamos aquí y allí, saltando entre temas y aficiones, levantamos algo de sospecha. Los generalistas —los que tomamos clases de todo un poco, cambiamos de disciplina o carrera, o cultivamos campos híbridos— tenemos que justificarnos de una forma que no tienen que hacerlo quienes pasan del pregrado al posgrado y la jubilación en la misma disciplina.

Nunca me convenció del todo el culto a la especialización. Muchos de los mejores estudiantes que he tenido hacían doble carrera, o practicaban muy en serio un instrumento o un deporte. Siempre me he sentido a gusto entre generalistas y he aprendido de la creatividad que es posible gracias a las combinaciones inesperadas de formas de pensar y sentir.

Me reconfortó entonces encontrar que la ciencia está reivindicando a los generalistas. Como lo muestra David Epstein en Range —un libro reciente e imperdible para padres y educadores—, la especialización temprana es aconsejable sólo en oficios que consisten en movimientos limitados y repetitivos, como jugar golf o ajedrez. Para hacer bien muchas otras cosas, las que son menos predecibles y requieren capacidad de improvisación, es mejor tener una formación variada y azarosa. Como en el caso de Roger Federer —que jugó de todo antes de entrar, tarde, al tenis profesional—, las habilidades que se aprenden en un campo terminan siendo útiles para desempeñarse en otro.

Por eso, como cuenta Epstein, los equipos de generalistas vencen a los de especialistas cuando se trata de predecir el futuro, incluso en asuntos en los que estos son expertos. Por eso también los inventores en campos como la física o la tecnología digital han pasado por una galería de aficiones y disciplinas.

Un mundo cada vez más complejo e impredecible necesita del pensamiento dúctil de los generalistas. Las universidades y profesores haríamos bien en alentar a los estudiantes a explorar varios campos y enseñarles a pensar antes que enseñarles sobre qué pensar. Y los padres y madres podrían ahorrarse la preocupación obsesiva por esas clases de fútbol o de piano.

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