Dejarse morir

Arturo Charria
17 de mayo de 2018 - 04:00 a. m.

¿Qué debe hacer el Estado si Santrich sigue adelante con su huelga de hambre que ya completa 39 días? Situación que se hace más compleja por la incapacidad que tiene el Estado de obligarlo a comer, ya que sería considerado un acto de tortura.

Para el filósofo francés Michel Foucault, el Estado moderno se caracteriza por su capacidad para decidir sobre la vida de los individuos imponiéndoles una máxima: “Hacer vivir y dejar morir”. Este asunto no es menor, pues abre debates sobre la eutanasia o el aborto, pero también sobre las muertes por desnutrición o la falta de atención médica. El caso de Santrich se convierte en una paradoja para el Estado colombiano en la medida que es alguien que decide no vivir, dejándose morir.

La decisión de Santrich, que parece irreversible, nos permite reflexionar sobre lo lejos que está la paz en tanto cambio cultural y el sentido que tienen palabras como perdón y humanidad para una sociedad en transición. Más allá de las responsabilidades jurídicas que tenga o no el excomandante de las Farc, de lo que se trata es de entender la paz como la superación de la venganza como construcción narrativa del relato nacional. Esto se demuestra en la forma en que muchos se refieren a una posible muerte de Santrich con complacencia y hasta con satisfacción. Un ejemplo de esta narrativa la manifestó recientemente el padre Alirio López cuando se enteró del traslado de Santrich a una casa del episcopado: “Recuerdo siempre el rostro de aquel niño que se moría de cáncer, que suplicaba ver a su papá y murió sin verlo porque usted lo tenía secuestrado. ¿Cuántos de los secuestrados por las Farc murieron de hambre?”.

Las palabras del sacerdote colombiano evocan las de la primera ministra de Inglaterra, Margaret Thatcher, tras la muerte de Bobby Sands, el joven miembro del IRA. En 1981 éste inició una huelga de hambre en prisión que duró 66 días, murió de “inanición autoinflingida”, como quedó registrado en el informe patológico. Nueve miembros más del IRA que estaban detenidos junto a Sands también se dejaron morir. Dijo entonces la primera ministra: “Mr. Sands era un criminal convicto. Eligió acabar con su propia vida. Esa es una elección que su organización no permite a la mayoría de sus víctimas". Sin embargo, a diferencia del contexto colombiano, por esos años el conflicto entre Irlanda del Norte y el Reino Unido aún estaba activo y cobraba cientos de víctimas cada año; la paz no estaba en el escenario político inglés.

Un punto que ha pasado inadvertido en la discusión sobre este tema es la relación ética con la muerte que atraviesa la decisión de Santrich. Alguien que antes decidía sobre la vida y la muerte de otros a través de las armas ahora lo hace sobre sí mismo y sobre su propio cuerpo como una manifestación de su ideología. No estamos acostumbrados a esta postura ante la vida y, mucho menos, ante la muerte, pero son nuevas formas que se dan en los tiempos de transición que estamos viviendo.

De ahí la difícil situación que tiene el Gobierno del presidente Santos frente a la huelga de hambre de Santrich, porque no puede “hacerlo vivir”. Igual de compleja resulta la forma en que muchos colombianos ven la decisión de Santrich; pues sienten que el sufrimiento y la posible muerte del excomandante de las Farc es un acto de justicia. No comprenden que la muerte de Santrich podría darles a las disidencias de las Farc el mártir que buscaban y a los sectores más desencantados de la guerrilla el muerto que toda guerra necesita para volver a comenzar.

 

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