Déjense besar

Sorayda Peguero Isaac
10 de noviembre de 2018 - 05:30 a. m.

Lita Cabellut dice que cada vez que vende un cuadro es como si le compraran una estrella. Según los analistas de Artprice, en un año —desde julio de 2014 a junio de 2015— se convirtió en la pintora española más cotizada del mundo. Se sintió orgullosa, por ella y por su equipo de trabajo, pero sigue pensando que el arte no puede medirse con estadísticas. En 2016 me contó que se recordaba a sí misma como una niña “traviesa, inquieta, nerviosa, descarada, inconsciente y loca por la vida”. Hacía mandados para las prostitutas de Barcelona y, entre otras pillerías, robaba las monedas que los turistas lanzaban a la fuente de las Tres Gracias. Se hacía de noche y la pequeña Lita seguía en la calle, vendiendo estrellas imaginarias: “¿Quieres una estrella grande o pequeña? ¿La quieres azul o amarilla? ¿O la prefieres roja?”.

El ser humano es lo único que le importa en el mundo. Sus modelos pueden ser travestis o músicos, Chaplin o Kafka, prostitutas o vagabundos, León Trotsky o Édith Piaf, mujeres maltratadas o niños abusados. La artista gitana sólo pinta retratos de seres humanos. Pinta grandes lienzos de tres metros de altura, con óleo, pigmentos, huevos y témperas. Trabaja subida a un andamio, escuchando música de Bach, Camarón o David Bowie, con su cuerpo menudo colgado de un arnés y con un corsé que protege su espalda, afectada por las secuelas de un accidente. Ver los retratos de Lita Cabellut de cerca es como ver la Luna a través de un telescopio, con todo su brillo, cráteres y mares de oscuridad. “A través de la piel es posible saber cómo la vida te ha tratado y cómo tú te has comprometido con ella —dice la pintora—. La piel es la huella de nuestros deseos y fracasos”.

En una de las seis conferencias que pronunció en la Universidad de Harvard entre 1967 y 1968, Jorge Luis Borges dijo que una vida se compone de miles de momentos y de días que pueden resumirse en uno solo: el momento en que una persona averigua quién es. A Lita Cabellut le ocurrió durante una visita al Museo del Prado de Madrid. A los diez años no sabía leer ni escribir, no tenía ningún contacto con su madre, no sabía dónde estaba su padre y se mudó a un orfanato porque acababa de morir su abuela. Un matrimonio catalán la adoptó cuando tenía 13 años. Y fueron ellos, sus padres adoptivos, quienes la llevaron por primera vez al museo. “Yo voy a pintar como este señor”, sentenció Lita Cabellut, mirando un cuadro de Rubens. Ella lo recuerda así: “En ese momento supe que aquello era todo lo que yo había anhelado. Después de todo lo que había vivido, sabía que algo tenía que haber, algo que no conocía, pero que podía intuir. Yo creo que ese día la belleza me besó el alma”.

Borges dijo en su charla —citando a John Keats— que “la belleza es gozo para siempre”. Debería ser un principio básico, no solo para pintores y poetas. Para los pescadores que desentrañan el misterio del mar, para el cajero de banco, para los recolectores de cacao, para la nana que canta una tonada de Bola de Nieve, para las dependientas de tiendas, para los conductores de autobuses, para las azafatas de vuelo, para el albañil que ve teñirse el cielo de rojo desde lo alto de un andamio. En fin, ¿quién no necesita la belleza? En medio de tanta podredumbre y discurso de monstruo renacido, ¿quién no? Sálvense un poquito: déjense besar.

sorayda.peguero@gmail.com

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