Del beso de negra y otras estatuas

Sergio Otálora Montenegro
27 de junio de 2020 - 05:30 a. m.

Siete soldados del Ejército de Colombia reconocieron que violaron a una niña de trece años de la comunidad emberá chamí. Y la senadora del Centro Democrático, María Fernanda Cabal (que al parecer se ha vuelto una lumbrera en mensajes provocadores y crueles), demostró a su vez que ni siquiera su condición de mujer le permitió entender la tragedia de una agresión sexual de estas características.

Todo lo contrario. En una entrevista para Semana digital, insistió en sus ideas, sin que le temblara un músculo de su doble moral: “La disciplina militar y su conducta se ha (sic) deteriorado gracias a los tantos años de Santos destruyendo la Fuerza Pública”. Entonces, el delito de los uniformados, para la señora Cabal, podría ser un falso positivo (un invento de la atacada o sus parientes) y, si sucedió, fue por culpa del anterior gobierno.

Lo de menos es el sufrimiento de la comunidad, de la familia de la jovencita y de ella misma, víctima de sujetos que decidieron humillar y ultrajar a un ser humano que consideran inferior, envenenados por esa combinación letal de atavismo cultural y machismo salvaje fermentado en la guerra.

¿Qué otro símbolo de nuestra miseria como sociedad podría ser más claro que esa mezcla de racismo, desprecio por nuestra diversidad étnica, irrespeto a las mujeres, abuso de autoridad y, en el ámbito de la política, el grotesco espectáculo de representantes de un partido de extrema derecha acostumbrados a sospechar de quienes no se parecen a ellos, y a explotar cualquier ignominia para atacar a sus adversarios y enrarecer aún más el ambiente insoportable de violencia que se vive en Colombia?

En esta era digital, de noticias en tiempo real, y la distribución infinita de videos e imágenes por las redes sociales, el mundo entero pudo ver no sólo la manera cruel como murió un afroamericano a manos de la policía, sino las protestas que estremecieron a Estados Unidos de costa a costa. En Colombia, hubo una respuesta que ahora, con lo sucedido con esta niña emberá chamí, suena a puro truco publicitario: sacar del mercado el famoso Beso de Negra (dulce producido por las multinacional Nestlé) y cambiar la marca del límpido “Blanquita”, que tiene la imagen de una empleada doméstica de la comunidad afrodescendiente. El prejuicio perfecto: clase y etnia. “Estamos comprometidos contra el racismo y, en ese sentido, hemos empezado a trabajar para retirar la imagen de ‘Blanquita’ y darle a Colombia un nuevo ‘look’ en Límpido”, afirmó la compañía transnacional que produce ese artículo de limpieza.

Si de verdad les duelen los estereotipos racistas y clasistas, la pregunta obvia para los ejecutivos colombianos de Nestlé o Clorox sería que nos dijeran cuántos afrodescendientes o indígenas forman parte de sus juntas directivas o están en altos cargos dentro de sus respectivas organizaciones, o a cuántos piensan contratar o ascender en posiciones de responsabilidad. ¡Populismo! responderán algunos.

La escalera del avance social, tanto colectivo como individual, hace rato que está destruida. Por una razón fundamental: por la estructura excluyente y clasista de la sociedad colombiana. Pero ser negro o indígena centuplica esa marginalidad.

Por estos días, volví a recordar que en casi veinte años de vida estudiantil – primaria, bachillerato, universidad- nunca tuve un compañero afrodescendiente o nacido en una comunidad indígena.

Sin embargo, en el colegio donde hice la secundaria, el veinte por ciento de sus alumnos eran becados, es decir, no pagaban un peso por la matrícula. Ellos provenían de escuelas públicas y de familias de bajos recursos. En ese entonces (en los años setenta) ese programa de becas lo financiaba la “casa matriz” del plantel (San Viator) que queda en Chicago, Illinois.

Sí recuerdo que uno de los profesores de educación física era un negro del Chocó, campeón de atletismo. Su apellido era Ocoró. El año en el que entré a esa institución educativa, en 1973, había un héroe nacional: Antonio Cervantes, Kid Pambelé, nacido en San Basilio de Palenque. Un año después, otro boxeador se convirtió en leyenda: Rodrigo Rocky Valdés. Los dos fueron campeones mundiales y defendieron sus títulos en diferentes países.

Los deportes y las expresiones culturales –el folclor del Caribe y del Pacífico, la cumbia, el currulao, la salsa– son espacios donde las comunidades afrodescendientes han podido tener protagonismo. Pero más allá de eso, en la vida política, académica, científica o empresarial, las comunidades indígenas y negras son casi invisibles. Han sido carne de cañón tanto de la politiquería más brutal como de los paramilitares, la guerrilla y el Ejército. Se han revelado en diversas ocasiones, han hecho valer su voz, bloqueado carreteras, participado en marchas, e influido de manera limitada en las decisiones de gobierno. A sus líderes también los han asesinado, y sus comunidades siguen en la dura batalla por sobrevivir.

Ahora, en Estados Unidos, hay una conmoción social que está poniendo en tela de juicio lo que en apariencia parecía tan normal, tan de todos los días, tan del paisaje. Hay de todo: salen del aire series policiacas, se retiran del catálogo de HBO películas como Lo que el viento se llevó, se cancelan viejas marcas, como la harina y el melado Aunt Jemima, la gente derrumba portentosos monumentos con estatuas de generales del sur que hicieron la guerra para evitar que se acabara la esclavitud, se intensifica la crítica sistemática y profunda a la manera como han actuado los diferentes departamentos de policía del país.

El racismo en Colombia ha sido, en muchos casos, solapado e hipócrita. A veces marcado por el paternalismo. Por nuestra propia composición étnica, producto de un mestizaje de siglos, no tuvimos Ku-Klux-Klan, o la persecución, o el linchamiento de aquellos que, en Estados Unidos, fueron ejecutados por el delito de ser descendientes de africanos y, por lo tanto, agentes de la “contaminación racial y cultural”, a ojos de supremacistas blancos y nazis. El asesinato de líderes campesinos, indígenas o negros, en nuestra tierra, se debe no tanto por el color de su piel, sino por su lucha contra un poder excluyente y arbitrario, que no ha ofrecido nada distinto que bala o migajas.

En cuestión de un mes, hay muchas cosas que han cambiado en nuestro poderoso vecino del norte. Hay, de alguna manera, una revolución cultural, un desmonte de tantos símbolos del racismo que se han incrustado en el tejido social estadounidense. Esta vez, ya el movimiento no es jalonado en su mayoría por afroamericanos. Hay también blancos, y en menor número latinos. Es una coalición que continúa la pelea inconclusa por los derechos civiles, y el respeto por la vida de los negros. La patria de Washington -su democracia y su ser nacional- no sería la misma sin la sacrificada y dolorosa contribución de la comunidad negra.

En Colombia vamos por otras coordenadas. Pero nuestra riqueza cultural y étnica, nuestra gran diversidad, están en las manos de nuestros ancestros indígenas y negros. Sin embargo, las narraciones, las imágenes, son las de los que, en apariencia, siguen venciendo, pero no en franca lid. Ojalá no sólo se haga justicia y castiguen a los siete militares involucrados en la terrible agresión a la joven indígena emberá chamí, sino además sea éste un punto de inflexión en la agenda de debate político y en el respeto de esas comunidades en su búsqueda incansable de condiciones económicas dignas.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar