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Del campo al olvido

Columna del lector
16 de marzo de 2015 - 03:23 a. m.

EL 10 DE OCTUBRE DE 1969, en la vereda de San Alejandro, Nariño, nació María. San Alejandro es un caserío rural ubicado en el suroccidente colombiano, muy distante del centro del país y, por lo tanto, con una muy escasa presencia del Estado y sus instituciones. Los habitantes de este lugar han sido en su mayoría campesinos trabajadores, que día a día se consagran con tesón a las labores propias del campo.

Ir a la escuela era una las grandes pasiones de María. Sin embargo, sólo cursó hasta cuarto de primaria, porque sus padres no poseían recursos para costear su educación. Así, en un contexto hostil, se forjó una mujer transparente, humilde y luchadora. En su adolescencia María aprendió a cocinar para los campesinos trabajadores, a ordeñar las vacas y a cultivar maíz, fríjol y trigo en la tierra de sus padres.

A sus 18 años María conoció el amor. En el año de 1987 Manuel y María se casaron y se mudaron a una casona ubicada en la cercana vereda de La Ahumada, Nariño, lugar de donde era oriundo Manuel. Allí, a pesar de la estrepitosa guerra que por aquellos días se vivía, construyeron su hogar: fruto de aquel amor nacieron Viviana, Patricia y Amalia.

El 7 de abril del 2000, siendo aproximadamente las 9:00 de la mañana, cuatro hombres armados irrumpieron en su morada. Los individuos vestían “botas llaneras” y pasamontañas. Se identificaron como integrantes de un grupo al margen de la ley. Le ordenaron a Manuel que los acompañara. Él se rehusó a hacerlo manifestando que “no había hecho nada malo”. Ellos insistieron. Le dijeron que, de lo contrario, arremeterían en contra de su esposa e hijas. En aquel momento Manuel miró a María y le dijo “mija, ya vengó, ¿no?, me voy con ellos y ya vengo”. Esas fueron sus últimas palabras. María jamás volvió a oír su voz ni a encontrarse con su mirada.

María continuó viviendo en La Ahumada. Sin embargo, no conseguía conciliar el sueño durante las noches: la desvelaba la soledad, la incertidumbre y el terror. Dos meses después regresaron a San Alejandro, donde todos los días madrugaba junto con sus pequeñas hijas a hilar cabuya (la cual se usaba para hacer los costales donde se llenaba la papa, el fríjol y el maíz) y de esa forma obtener lo necesario para vivir.

Pasaron cinco años y las mujeres impulsadas por las dificultades económicas resolvieron desplazarse a la ciudad de Pasto para desempeñar labores domésticas en casas de familia. Un día María recibió una llamada donde le comunicaron que el Estado le confirió una indemnización por ser víctima del conflicto interno. El día de recibir el dinero María narró lo sucedido con Manuel. Sus hijas, al evocar la tragedia, rompieron en llanto. Patricia perdió el conocimiento ante el recuerdo de la despedida de su padre. María explica que para sus hijas recibir ese dinero era como “comprar” la condena al olvido de Manuel.

Después del incidente, con calma, María reiteró a sus hijas que ellas no tenían la culpa de lo ocurrido, que más bien fue “cuestión de mala suerte”. Hoy en día, pese a que María aún no encuentra justicia y verdad, no alberga rencores en su alma, reconoce que el odio corroe e incita a la venganza. No obstante, es consciente de la importancia de reconstruir la memoria del país a partir de las voces subalternas que por más de medio siglo han sido silenciadas por la guerra.

* Por: Nataly Girón

 

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